Dejadme
solo
“Dejadme solo”. Algo así ha debido de decir
Zapatero, al ver que la negociación autonómica no avanzaba, presionado por sus
hermanos catalanes y seguro de ser el elegido para poner de acuerdo a todas las
tribus. Si por algo acabará pasando a la historia –a la pequeña– será por su
voluntarismo, que no es lo mismo que ser voluntarioso. El voluntarioso pone
voluntad y esfuerzo en sus tareas y en el cumplimiento de sus obligaciones.
Quien practica el voluntarismo es un iluso que cree que puede conseguir todo lo
que se propone. El voluntarismo constituye un sesgo cognoscitivo, una forma
equivocada de tomar decisiones, basada únicamente en lo deseable y agradable y
no en la evidencia o en la realidad. Es una falacia lógica, ya que se tiene por
verdadero o falso aquello que se quiere que lo sea.
El voluntarismo ha estado tradicionalmente
unido a la religión y a la fe. “Creo porque es absurdo”, afirmaba Pascal. Y
toda la filosofía de Kierkegaard se fundamenta en el voluntarismo. La creencia
como un salto en el vacío. El milagro es posible. El ángel detendrá la mano de
Jacob antes de que aseste el golpe homicida. También hay un voluntarismo
progresista. En algunos casos, remite al anarquismo. Anouilh,
en “La alondra”, cambia el final de Juana de Arco. En el momento en que va a
ser quemada en la hoguera se produce el prodigio y surge la apoteosis y la
glorificación. En otras ocasiones, el voluntarismo se expresa mediante el
constructivismo social. ¿De qué clase es el de Zapatero?
Zapatero debe de oír también voces que le
indican que puede alcanzar todos sus objetivos. Habita un optimismo
trascendental creyendo que la realidad se adaptará siempre a sus deseos, a la
imagen que se ha construido del mundo y de los acontecimientos. La cuestión es
que la realidad es mostrenca, terca, y no se pliega sin más a cualquier
pretensión. Zapatero se embarcó en la elaboración de un nuevo estatuto para
Cataluña. También pidió que le dejaran solo y terminó entregándose a Mas y a
CiU, aprobando un texto imposible de cumplir que ahora le pasa factura. Creyó
que iba a convencer a ETA para que entregase las armas –“dejadme solo”– y, si
se descuida, acaba pactando con ella el diseño del Estado. Supuso que bastaba
con no pronunciar la palabra crisis para que esta se diluyese y lo cierto es
que nos hemos adentrado en la más dura recesión conocida desde el año 29.
Ahora grita de nuevo “dejadme solo” y se ha
implicado directamente en la negociación con las Autonomías, cuando la más
elemental prudencia aconsejaba que se hubiese quedado en retaguardia. En una
huida hacia delante, va recibiendo a todos los presidentes de las Comunidades y
diciéndole a cada uno de ellos lo que quiere oír. Todos salen satisfechos. El
problema surgirá más adelante cuando las cifras no cuadren porque, por más
voluntarismo que se derroche, tres más tres nunca pueden ser cuatro. Cada
Autonomía quiere que el reparto se realice en función de la variable que le
conviene. Los ricos, Cataluña, Madrid, Valencia, se inclinan por la población.
Andalucía acepta esta magnitud pero siempre que se prime a la que está en edad
escolar. Galicia y Extremadura quieren que se tenga en cuenta el envejecimiento
y la dispersión. Y así sucesivamente. Solo desde el pensamiento ilusorio se
puede creer que se va a dar satisfacción a todas las partes.
Lo que quizás subyace detrás de la
multiplicación dispar de promesas y compromisos es la intención de que el
Estado pague la fiesta, es decir, que ponga más dinero sobre la mesa. Riesgo por
inundación, creo que lo ha llamado Rajoy. Pero me temo que ni aun así se
lograría solucionar el problema, porque, por ejemplo, lo que en último término
pretende Cataluña no es tanto subir en el reparto cuanto ser más agraciada que
el resto de las Comunidades, especialmente de las más pobres y a las que
eufemísticamente llama “menos dinámicas”.
El Estatuto catalán diseña un sistema de
financiación que imposibilita el acuerdo unánime, ya que ataca en su raíz la
política redistributiva del Estado. Esta no puede reducirse a que todos los
españoles, vivan donde vivan, reciban igual, tal como propugna Aguirre, y mucho
menos que las Comunidades que más aportan sean las que más obtengan, como
reclaman los catalanes. La función redistributiva implica que las Comunidades
más pobres sean las que más perciban. La pretensión de limitar la solidaridad
–que no es solidaridad sino justicia– ataca directamente a nuestro Estado
social. Cuadrar el círculo es querer conjurar bilateralidad y multilateralidad.
Las conversaciones que ha mantenido Zapatero con los distintos presidentes de
las Comunidades Autónomas no son más que una pantomima orientada a disfrazar
las negociaciones bilaterales entre él y Montilla, de acuerdo con las
exigencias de los catalanes.
Más allá del voluntarismo y de las
escenificaciones de Zapatero, hay algo preocupante en todo esto y es que el
debate político no se está produciendo en el ámbito ideológico, sino en el
territorial; y el enfrentamiento de los intereses regionales va a terminar por
marcar y condicionar la postura de los partidos políticos. Con el tiempo no va
a haber partidos nacionales, sino tan solo federaciones de fuerzas
nacionalistas. Retornaremos al cantonalismo y a las tribus. Tal vez nunca hemos
superado los reinos de taifas.