La ONU de los vencedores

El 14 de septiembre se iniciará la cumbre de las Naciones Unidas, en la que, amén de celebrar el 60 aniversario de su creación, se pretende reformar en profundidad su estructura; reforma que me atrevo a pronosticar que no se llevará a cabo. Los intereses en juego son muy dispares y, además, da toda la impresión de que a EEUU le interesa descafeinar cualquier modificación. Ha estado seis meses ausente de las negociaciones por no tener embajador y, una vez nombrado éste a principios de agosto, ha entrado ya como caballo en una cacharrería enmendando todo el documento que durante este tiempo el resto de los países había preparado.

No se puede ignorar que la ONU surge tras ‑y en cierta medida como consecuencia‑ de la Segunda Guerra Mundial. Su configuración es la impuesta por los vencedores y de acuerdo con sus intereses. Nada o muy poco ha cambiado esta institución desde entonces mientras que, como es evidente, el mundo actual, tanto en lo político como en lo económico y en lo social, tiene muy poco que ver con el de hace sesenta años. La ONU se basa en un hecho que, al menos hoy, la deslegitima: la composición del Consejo de Seguridad: cinco países, los ganadores de la guerra, como miembros permanentes con derecho a veto y sólo otros diez rotativos. Teniendo en cuenta que es este órgano el realmente efectivo en los conflictos y no la Asamblea General se entiende perfectamente el inmenso sesgo implícito en todas sus actuaciones y el grado de parcialidad que comporta.

Sin duda son muchos los interesados en su reforma, y sus posturas no siempre coincidentes. Por una parte, países como Alemania, Japón, India o Brasil ambicionan pertenecer al grupo de los miembros permanentes. Proponen incrementar en seis este grupo y en cuatro los rotatorios, con lo que el Consejo quedaría conformado por veinticinco miembros. Por otra parte, los países del Tercer Mundo, y más en concreto los africanos, no pueden contemplar de forma impasible el protagonismo que asumen los países desarrollados. Es curioso, sin embargo, que nadie se atreva a plantear lo que parecería más lógico, que la solución no pase por privilegiar a nuevas naciones sino por suprimir los privilegios existentes: los miembros permanentes y, más importante aún, el derecho de veto.

En cuanto a la materia del documento, EEUU quiere eliminar cualquier compromiso de ayuda al desarrollo y, por descontado, toda indicación que le comprometa en la batalla contra el cambio climático. Por el contrario, pretende que la declaración se centre en la lucha contra el terrorismo y en la limitación de las armas de destrucción masiva. El discurso de la Casa Blanca es de un enorme cinismo. En el fondo se podría enunciar de esta manera: sólo los buenos podemos tener armas de destrucción masiva. ¿Y quiénes son los buenos? Los que el gobierno americano diga... Alza la bandera de la lucha contra el terrorismo, pero por supuesto no acepta que el primer terrorista sea el ejército americano. ¿Qué mayor terror que el impuesto por las bombas norteamericanas en Afganistán o Irak? Por eso quiere borrar también toda referencia al tribunal penal internacional, órgano al que Norteamérica niega toda legitimidad, por lo menos para juzgar norteamericanos.

La administración Bush pretende dejar las cosas como están. En realidad, en la actualidad les sobra la ONU. La desprecian. Constituye un estorbo, como lo ha demostrado en Afganistán y en Irak, para su política, política que, sin discusión, es la única verdadera. No obstante, siéndoles imposible en estos momentos eliminar esta Institución ‑que sería lo que verdaderamente desearían‑, deben contentarse con mantener el statu quo; al fin y al cabo siempre pueden deslegitimarla afirmando que no ha estado a la altura de las circunstancias o, lo que es lo mismo, que no se ha adecuado a sus propósitos e intereses.