Pinchazo
de la burbuja financiera
Hace ya casi once meses, el pasado diez de
septiembre exactamente, en la penúltima columna “Contrapunto” que escribí en
este diario, subrayaba cómo, el que más y el que menos, andaba desconcertado
con la debacle sobrevenida en las bolsas de valores sin encontrar una
explicación convincente y manifestando con perplejidad que existía una clara
desproporción entre el deterioro de los resultados económicos y el desplome en
las cotizaciones de los mercados financieros. Ha pasado cerca de un año y la
historia se repite. Puedo suscribir todo lo que indicaba en aquel artículo.
Entre otras cosas que lo que necesita explicación no es tanto la caída de ahora
como la subida de antes.
En los últimos días se ha escuchado de nuevo
la misma cantinela. Los responsables políticos y económicos, y también
expertos, españoles y europeos se empeñan en convencernos de que las últimas
jornadas negras bursátiles no se corresponden con la situación de la economía.
¿Por qué extrañarse? Lo normal es precisamente que no exista tal
correspondencia. La vida de los mercados de valores transcurre las más de las
veces entre la creación de una burbuja financiera y su posterior pinchazo,
entre el sueño y la dura realidad.
En el fondo, una burbuja financiera no es
más que eso: alejamientos de la cotización bursátil del valor real de las
empresas. Los títulos que mayoritariamente se negocian en bolsa son acciones,
es decir, partes alícuotas del derecho de propiedad de una sociedad. Sería de esperar, por tanto, que la variación
del precio de estos títulos guardase relación con los cambios en el valor de la
compañía, bien sea éste contable, neto patrimonial, bien sea el derivado de la
actualización de futuros beneficios. Pocos son los inversores, sin embargo, que
se rigen por estos parámetros, más bien su actuación compradora se fundamenta
en la creencia de que mañana los títulos valdrán más que ayer. Así se forma la
burbuja especulativa. Ésta se autoalimenta. Mientras todos piensan que van a
ganar, ganan, porque la cotización de las acciones continúa elevándose, la
burbuja inflándose más y más y el precio en bolsa apartándose, también más y
más, del valor real.
Este proceso necesita dos condiciones para
funcionar. En primer lugar, la avaricia envuelta en simpleza que suele cegar a
la mayoría de los inversores, haciéndoles creer que los valores bursátiles
pueden subir indefinidamente al margen de cuál sea el valor real de las
empresas. En una sociedad en la que se identifican inteligencia y valía
personal con éxito económico, el dinero ganado fácilmente en la bolsa lleva a
que muchos se crean genios en las finanzas.
La segunda condición exige que exista en la
economía liquidez suficiente para alimentar la burbuja especulativa. Pero de
ella nacen efectos bastante negativos. Conduce a menudo al apalancamiento, es
decir, a financiar la compra de títulos con préstamos; y sitúa a los gobiernos
y a los bancos centrales ante una alternativa complicada. Si incrementan la
liquidez, están propiciando la financiación de la burbuja especulativa; pero si
adoptan restricciones monetarias, pueden dañar seriamente el crecimiento
económico y ahogar a la economía. Por otra parte, el apalancamiento se
transforma en uno de los mayores riesgos cuando el globo se desinfla, surgen
las insolvencias, las suspensiones de pagos y las quiebras. La crisis bursátil
termina convirtiéndose en crisis financiera y bancaria.
Hace ya tiempo que deberíamos habernos dado
cuenta de que desde al menos 1995 se estaba formando una burbuja especulativa.
Los datos eran más que elocuentes. El índice general de la Bolsa de Madrid pasó
de valer 320 puntos a finales de 1995, a 1.008 en las postrimerías de 1999, y
el Ibex-35 de 3.630 a 11.640 en el mismo periodo. Sólo un optimismo desaforado
fruto de la codicia podía hacer que pareciese normal que el valor medio de
todas las empresas se hubiese multiplicado por tres en cuatro años. Únicamente
una ceguera provocada por la voracidad de ganancias podía aceptar como lógico
que en seis meses, entre septiembre de 1999 y marzo del 2000, una empresa como
Telefónica duplicase su valor, o que la cotización de sociedades sin apenas
patrimonio y con fuertes pérdidas, cuyo único activo conocido era mantener un portalito en Internet, se situase por las
nubes. Difícil encontrar algo más
insólito que el que una empresa como Terra pudiera valer más que Telefónica.
Fenómenos similares acaecían en los índices de casi todas las bolsas.
A mediados del año 2000, la burbuja
especulativa era ya más que evidente, y si un discurso melifluo y triunfalista
no se hubiera impuesto en todas las latitudes y países, todo el mundo habría
sido consciente de que, antes o después, el pinchazo era inevitable. ¿Por qué
sorprenderse ahora de que la bolsa descienda? ¿Por qué extrañarse de que los
índices retornen a los niveles de 1997? ¿Por qué continuar insistiendo, con
tono de perplejidad, en que las cotizaciones actuales no tienen nada que ver
con el estado de la economía? Cuando no tenían, desde luego, ninguna
correspondencia con la realidad económica era hace unos años, y si ahora esa
correspondencia no existe es precisamente por lo contrario de lo que algunos
creen, es quizá porque el globo aún no se ha desinflado por completo. En
materia de mercado de valores resulta difícil hacer predicciones. Es atrevido
pronosticar acerca de si las cotizaciones continuarán bajando, pero lo que sí
cabe afirmar es que en algunos títulos existe aún bastante margen para el
descenso.
En esta crisis financiera están presentes
todos los elementos que Galbraith ha retratado en ese
sugestivo librito titulado “Breve historia de la euforia financiera” como
propios de cualquier burbuja especulativa. Siempre hay un Dorado, algo nuevo y excepcional que se supone que cambia
radicalmente la historia y crea para los más avispados condiciones de ganancias
extraordinarias. Hay que correr para estar en los puestos de vanguardia. En
otras épocas, con la Compañía del Mississippi, las minas de oro que se suponía
que existían en Luisiana o con la Compañía de los Mares del Sur, el inexistente
monopolio de comercio con América. Ahora, la nueva economía, las empresas tecnológicas. Siempre hay algo de
real, pero mucho más de aire, imaginación y ensueño. Pura quimera. Nadie puede
negar que la tecnología avanza día a día y concede a
la humanidad nuevas oportunidades; pero el error comienza tan pronto como
creemos haber hallado la piedra filosofal que hace a todos ricos en pocos años.
No hace mucho, en el discurso oficial estaba siempre presente la existencia de
los círculos virtuosos, el anuncio de la muerte de los ciclos económicos y la
jactancia de creer haber descubierto el crecimiento estable y perpetuo.
Pero en las crisis financieras no todo es
credulidad, estupidez y simpleza, existe también mucho de fraude, estafa y
engaño. La burbuja, al desinflarse, deja al descubierto los chanchullos que
unos mercados manipulados y trastocados permitían mantener ocultos. En los
últimos meses se han hecho públicos especialmente en Estados Unidos,
pero no sólo una serie de escándalos. Múltiples empresas, consideradas
gigantes en sus respectivos sectores, se han visto obligadas a reconocer que
habían maquillado y adulterado sus cuentas con la complicidad o al menos la
pasividad de las firmas auditoras.
Se ha puesto de manifiesto la debilidad de
todo el sistema. Monstruos empresariales gestionados de forma totalmente
despótica por quienes apenas tienen en ellos intereses y sin que la gran
mayoría de los accionistas posea la menor posibilidad de influir en la
compañía. Consejeros llamados independientes, y que son, sin embargo, los más
dependientes, al depender de quienes los han nombrado de manera arbitraria,
coartada para que el presidente y demás ejecutivos se blinden. Juntas de
accionistas totalmente manipuladas. Inconsistencia de un sistema de control
basado en firmas privadas, cuyo negocio depende de aquellos a quienes auditan y
que ejercen su función con ausencia de cualquier supervisón
pública. Políticos y gobiernos con intereses en las empresas y comprados o
sobornados a menudo por ellas.
Los administradores fijan sus propias
retribuciones en unos niveles desproporcionados y astronómicos, ligándolos a
menudo, para justificarse, al incremento de valor de las acciones (stock options). El objetivo de las empresas deja de ser el producir
bienes y servicios, y menos que éstos sean adecuados y satisfagan necesidades;
su finalidad ni siquiera será obtener el máximo beneficio. Lo único que importa
es crear valor, entendido éste como incrementar la cotización de las acciones
en la bolsa, esto es, aumentar la burbuja. Para ello, a menudo y tal como se ha
visto, habrá que falsificar balances y cuentas de resultados, o acometer
operaciones descabelladas que a la larga conllevarán
cuantiosas pérdidas, hasta el extremo en algunos casos de colocar a la empresa
en la suspensión de pagos o en la quiebra. La debacle cogerá a algunos
administradores en su puesto y, si hablamos de Estados Unidos, puede ser que
hasta terminen en la cárcel. Pero los otros, los más avispados, después de
haberse enriquecido, habrán abandonado el barco hace
ya tiempo.
Es bastante frecuente que finos analistas se
apresuren a explicar la crisis bursátil por la continua publicación de los
escándalos económicos y financieros. Tal vez éstos sean el detonante de caídas
puntales, pero si hablamos de tendencia, la causalidad se produce más bien a la
inversa, es el pinchazo de la burbuja el que hace insostenible la situación de
fraude y engaño en que se mantenían muchas empresas.
Crisis financiera y escándalos económicos
están dejando al descubierto las vergüenzas del actual sistema económico. En
buena medida lo que está acaeciendo es fruto de haber roto el equilibrio
existente entre mercado y Estado, que en el pasado tan buenos resultados dio en
Europa y en otros países occidentales. Tal equilibrio constituía la verdadera
tercera vía; entre los sistemas económicos del mal llamado socialismo real, que abogaban
por la estatalización total de la economía, y el liberalismo económico
que defendía el laissez faire y
mantenía al Estado alejado de toda realidad económica, cumpliendo una función
de mera policía, que condujo a la economía internacional a la crisis del 29.
Tercera vía que nada tiene que ver, por supuesto, con la de Blair y la de otros
partidos socialistas actuales que en realidad no son más que un neoliberalismo
vergonzante. Equilibrio fundamentado en una economía mixta en la que si bien
acepta el mercado se reconoce al mismo tiempo la necesidad que éste tiene de
supervisión y control, y en la que es imprescindible un sector público fuerte
capaz de hacer de contrapeso del poder económico. El fundamentalismo de
mercado, tal como lo denomina Soros, ha roto el equilibrio y estamos comenzando
a pagar las consecuencias.