España
frente a Europa
La postura adoptada por el gobierno de apoyo
incondicional a la política de Estados Unidos nos puede estar causando
dificultades en Europa y restando apoyos en un foro en el que los logros se consiguen
a base de alianzas y chalaneos. No es muy ético que tan solo varios meses
después de haber aprobado el tratado de Niza se pretenda su modificación, pero
la Unión Europea es así, y en ese juego de tira y afloja discurre toda
negociación. Lo que ya resulta intolerable es que tal como han insinuado
ciertos diarios europeos se intente chantajear al gobierno español utilizando
los mecanismos de cohesión. Se deja traslucir una concepción absolutamente
distorsionada de estos instrumentos, como graciables y no como algo a lo que se
tiene derecho.
Es la misma concepción que aparece en boca del
canciller alemán cuando trata esta materia. A menudo ha echado en cara a los
países pobres de la Unión, especialmente a España, lo que reciben de Europa y
en particular de Alemania. Schröder olvida, o intenta
olvidar, que dichas transferencias son tan sólo la contrapartida de haber
constituido un mercado único y una unidad monetaria y financiera, de los que
Alemania es, lógicamente, uno de los principales países beneficiarios.
Desde el gobierno español se le contesta que esos
recursos retornan a Alemania, bien sea directa o indirectamente, en forma de
compras o de inversiones. La balanza comercial entre España y Alemania es
favorable a este país y España invierte en Alemania el triple que a la inversa.
La replica es correcta, pero no sé si quienes la hacen son conscientes del
principio que subyace en el argumento. Implica aceptar que la asignación de
recursos y la distribución de ingresos que realiza el mercado es imperfecta, y
que éste, abandonado a sus exclusivas fuerzas internas, genera desequilibrios
tanto en el ámbito personal como en el regional que precisan de compensación.
No se puede realizar la unidad de mercado, sea comercial o financiero, sin
crear al mismo tiempo mecanismos de cohesión y de redistribución. Deberíamos
tenerlo presente siempre, y no sólo cuando nos interesa dialécticamente. Habría
que considerarlo, por ejemplo, cuando los países ricos pretenden imponer a los
países subdesarrollados la libertad de comercio y la libre circulación de
capitales sin contrapartidas e incluso sin desarme comercial propio.
A pesar de la ola de neoliberalismo económico
imperante, hoy por hoy en la mayoría de los Estados existe un sistema fiscal y
un presupuesto centralizado que corrige aunque sea parcialmente estos
desequilibrios. No hay más que contemplar la diferencia en la distribución
regional de la renta que presenta, pongamos por caso, España antes y después de
la actuación del sector público, lo que técnicamente se denomina antes y
después de impuestos.
En el proceso de Unión Europea también se ha asumido
este principio, pero se ha concretado en la práctica de manera imperfecta y
raquítica. En contra de lo que Schröder da a
entender, el presupuesto comunitario es nimio y mezquino, apenas alcanza el
1,25% del PIB comunitario. Ningún Estado, por muy liberal que sea, dispone de
mecanismos fiscales tan limitados y, por lo tanto, con tan escaso potencial
redistributivo entre las regiones, como los que tiene la Unión Europea. El
canciller alemán podría reflexionar por ejemplo sobre las transferencias de
recursos que de la Alemania occidental se dirigen a la oriental.
Aquellos que en su momento criticamos el tratado de
Maastricht nos basábamos precisamente en estas razones, en la asimetría de todo
el proyecto; porque mientras se consolidaba una unión comercial, financiera y
monetaria, apenas se avanzaba en el ámbito fiscal y presupuestario. Los
mecanismos de cohesión creados son, además de insuficientes, inadecuados. Lejos
de adoptar la forma de impuestos y prestaciones específicamente comunitarias -como ocurre en cualquier Estado en el que la
redistribución regional sea mera consecuencia de la personal-, adoptó la forma de contribuciones estatales. Los
contribuyentes y receptores no son las personas sino los Estados. Tal sistema
tiene el grave inconveniente de plantear una batalla permanente entre los
países por ver si se contribuye más o menos, o cuál de ellos recibe y cuál no
fondos comunitarios. Al final, siempre, al menos dialécticamente, unos
aparecerán como los benefactores y otros como los pedigüeños.
Por el contrario, en un sistema personal, como el
que suele regir en la casi totalidad de los Estados nacionales, todos los
ciudadanos reciben o contribuyen en función de su capacidad económica con
independencia de a qué región pertenecen; y si unas regiones terminan siendo
receptoras y otras donantes, no es porque se haya establecido a priori y mucho
menos con cantidades concretas, sino como puro resultado práctico, casi
matemático, del nivel de vida de sus habitantes. El señor Schröder
puede estar seguro de que tal sistema, por tenue que fuese, haría contribuir a
Alemania en mucha mayor medida de lo que ahora lo hace, y desde luego
difícilmente podría utilizarse de chantaje para presionar en otras materias.
El canciller alemán desbarra sin duda, pero, en
contrapartida, hay que reconocer que desde nuestro país se desvaría también con
frecuencia. Cuando se está entre los países más pobres de la Unión, no se puede
andar con pretensiones imperiales mirando por encima del hombro a otros Estados
cuyo desarrollo económico es mucho mayor, por el simple hecho de hallarnos en
la actualidad en una coyuntura más propicia. Parece lógico que Alemania sea
contribuyente neto y España receptor, pero es lógico precisamente porque la
economía alemana es mucho más fuerte que la española. Lo que resulta
incongruente es que seamos pobres para reclamar ayudas y después nos creamos el
pilar y el fundamento de la Unión Europea.
El Gobierno se viene vanagloriando todos estos años
de que crecemos por encima de la media de la Unión Europa, lo cual es cierto.
Pero lo que no dice es que también lo hacen Grecia, Portugal e Irlanda. Desde
1996, la renta española ha crecido el 26%; pero la de Irlanda lo ha hecho en un
78%; la de Grecia en un 28%; la de Finlandia en un 30% y la de Portugal en un
23%. A juzgar por estas cifras, sería este conjunto de países el núcleo fuerte
de la Unión Europea, lo que no parece coincidir con la realidad. Estoy seguro
de que muchos en España estaríamos dispuestos a cambiar nuestra economía por la
alemana, incluso después de la reunificación que tantos problemas económicos
les está acarreando. Lo que pocos o ninguno haríamos sería cambiarla por la
griega, a pesar de que el pasado año Grecia creció el doble que España y mucho
más que Alemania.
La economía alemana y la francesa, aun cuando ahora
estén atravesando dificultades, tienen fundamentos bastante más sólidos que la
economía española. Disfrutan de una renta per cápita superior a la nuestra en
casi el 20%, una tasa de paro muy inferior -y no se diga que los empresarios no encuentran mano
de obra española; no la encontrarán si ofrecen salarios de subsistencia- y unas prestaciones sociales infinitamente
superiores, por citar únicamente algunos parámetros.
Por otra parte, está bien fijarse en el crecimiento
del PIB, pero a la hora de enjuiciar la salud de una economía se precisa de
análisis más completos y complejos. Y no me refiero sólo a la faceta de
distribución, cosa que sin duda interesa mucho a la mayoría de los ciudadanos,
porque de nada les vale la bonanza económica si ésta se dirige a primar
exclusivamente a algunos privilegiados. Me refiero en concreto a los
fundamentos del crecimiento y a su permanencia futura. La economía no es algo
que pueda trocearse y los análisis a corto plazo suelen ser siempre bastante
deficientes. Los resultados de un determinado periodo en muchas ocasiones
obedecen a las decisiones adoptadas en momentos muy anteriores. Por eso
resultan tan grotescas las peleas entre las formaciones políticas cuando
escogen la economía como bandera, sobre todo si, tal y como ocurre a menudo,
propugnan políticas económicas similares.
Se atisban importantes nubarrones en nuestro
desarrollo económico. El crecimiento español no está basado en un incremento de
productividad capaz de hacernos más competitivos frente a otros países. Todo lo
contrario, los porcentajes que alcanza esta variable año tras año son los más
bajos conocidos en los tres últimos decenios. No ganamos más cuotas de mercado
en el exterior e incluso perdemos participación en el mercado interior. El
déficit de la balanza por cuenta corriente alcanza niveles muy elevados,
incluso mayores que los de los primeros años noventa cuando la pertenencia al SME
nos forzó a mantener un tipo de cambio irreal, situación que sólo se solucionó
después de cuatro devaluaciones. El problema de cara al futuro es que el
diferencial de inflación con el resto de los países europeos puede empeorar
esta situación, con el agravante de que la incorporación a la Unión Monetaria
ha cerrado el camino a las devaluaciones.
La causa de nuestro crecimiento hay que buscarla en
la evolución explosiva de la construcción y en la demanda interna,
fundamentalmente en el consumo. Detrás de estos factores se encuentra la
creación de un empleo poco cualificado, mal pagado y de escasa productividad, y
el endeudamiento de las familias. El panorama futuro no es muy halagüeño.
Después de la ampliación será muy difícil que España pueda seguir manteniendo
la ventaja comparativa de una mano de obra barata; y el endeudamiento de las
familias -teniendo en cuenta además que los bancos han
transferido el riesgo a los clientes imponiendo tipos de interés variable- es tanto o más peligroso que un déficit público
abultado. Sólo un sectarismo que considera negativo todo lo público y positivo
lo privado puede centrarse exclusivamente en el déficit público olvidando el
comportamiento del resto de los agentes económicos.
En realidad, muchos de los efectos que se predican
del déficit público, tales como el impacto sobre los tipos de interés o sobre
el tipo de cambio, deberían atribuirse al déficit exterior. Es el endeudamiento
de todos los agentes económicos de un país el que presiona sobre el ahorro
disponible. He ahí precisamente uno de los defectos del Pacto de Estabilidad
que no considera más que los déficit públicos. Cuando
a Francia o a Alemania se les reprocha su excesivo déficit público y su impacto
negativo sobre el ahorro comunitario, podrían responder que sus balanzas por
cuenta corriente presentan un superávit muy elevado, y que ellos, por lo tanto,
no absorben ahorro sino que lo generan. Podrían replicar que es precisamente
España, que se vanagloria de tener un presupuesto equilibrado, el país que, al
mantener un déficit exterior por cuenta corriente muy abultado, está
presionando sobre los recursos financieros de la Unión Europea.