Mal,
Obama, mal
Siempre ocurre igual, cuando se choca con la economía, el progresismo
se termina. El plan Geithner, que plantea dedicar un
millón de dólares para salvar a la banca, es sustancialmente igual al que
diseñó hace seis meses Paulson. Como el Gatopardo,
cambiemos algo para que nada cambie. En ambos casos se trata de limpiar la
basura de las entidades financieras con el dinero de los contribuyentes, sin
recibir nada a cambio. La única diferencia es que Geithner
lo hace más alambicado, suponiendo que tal vez así pase desapercibida su
verdadera naturaleza.
Comienza por llamar préstamos y títulos heredados a los que hasta
ahora se denominaban tóxicos, y continúa por dar entrada en la operación al
sector privado en condiciones muy ventajosas. Curiosamente, los hasta ahora
denostados hedge funds y
fondos de capital riesgo se convierten en los protagonistas y también en los
posibles beneficiarios del invento.
Las entidades financieras podrán sacar a subasta sus préstamos y
títulos tóxicos (ahora heredados) y el precio lo fijarán los futuros inversores
que sólo tendrán que aportar un euro por cada 14 de inversión, ya que el Tesoro
pondrá otro y los 12 restantes serán garantizados por el Fondo de Garantía de
Depósitos. El sistema es asimétrico ya que el inversor privado obtendrá el 50%
de las posibles plusvalías, pero su riesgo quedará limitado a poco más del 7%
del precio inicial, aquel en el que se ha rematado la subasta, asumiendo el
Estado la práctica totalidad de las posibles pérdidas.
Según el secretario del Tesoro de Obama, la razón de invitar al sector
privado radica en que se precisa algún procedimiento para valorar esos activos
tóxicos. La fórmula escogida es la de la competencia de los distintos
inversores privados en la subasta. Subyace la creencia un tanto arriesgada de
que esos activos, aunque ahora carezcan de compradores, tendrán en el futuro un
valor mucho mayor. La apuesta, sin duda, es aventurada y sin fundamento y
carente de fundamento también es pensar que el verdadero valor de esos activos
lo marca una subasta en que los jugadores exponen muy poco y pueden ganar
mucho. El precio de esos activos va a estar sobrevalorado y resulta difícil
entender por qué éste es un precio más real que el que estarían
dispuestos a pagar esos mismos inversores sin la muleta del Estado.
El camino correcto sería la nacionalización: abandonar a las entidades
financieras a su suerte haciendo que administradores y accionistas pagasen los
excesos pasados e intervenirlos in extremis, salvando a los depositantes y nacionalizando
el banco, no temporalmente sino de forma definitiva. Se hace cuesta arriba
comprender cómo, después de los desmanes cometidos por el sistema financiero
-que todos estamos pagando-, se puede tener miedo a la nacionalización de los
bancos. Únicamente el cautiverio ideológico al que el neoliberalismo económico
nos tiene sometidos puede explicar tal cerrazón. Después de la crisis del 29,
el sistema capitalista necesitó diez años de una terrible depresión para
despertar de su letargo e introducir mecanismos de corrección. Esperemos que
ahora se precise menos tiempo.