Un pacto de estabilidad a la carta

La realidad suele ser siempre más tozuda que nuestras opiniones e intereses y por eso termina imponiéndose, nos fuerza la mayor parte de las veces a corregir nuestros esquemas teóricos y abstractos, y ¡ay de nosotros si nos negamos a cambiarlos! El Pacto de Estabilidad, según estaba articulado, no tenía ni pies ni cabeza y, por esa razón, ha saltado por los aires a la primera dificultad.

Hay una tendencia a imponer automatismos en la política económica, restringiendo cualquier margen de maniobra a los poderes públicos encargados de instrumentarla. El determinismo es propio de los animales que se mueven por instinto; la realidad humana es mucho más permeable y cambiante, es el reino de la libertad. Las ciencias sociales tienen que abandonar pues la universalidad y constancia de las leyes que otro tipo de ciencias mantienen. La política económica tiene mucho de arte, de oportunidad, de política, y en ella es preciso desterrar cualquier receta universal y genérica.

Y ahí es donde comienzan los fallos y las contradicciones en la Unión Europea , pues al no ser una verdadera unión política, carece de un centro de decisión unitario queriéndose sustituir por automatismos, fórmulas mecánicas que antes o después se muestran inadecuadas y superadas por la realidad, siempre mucho más variada y rica. Es posible que la Unión Monetaria implique tener una política fiscal común, pero la unidad de la política fiscal va mucho más allá de limitar el déficit o la deuda pública, presupone un verdadero presupuesto unitario con gastos e ingresos comunes. Querer armonizar tan sólo el déficit manteniendo la heterogeneidad del resto y hacerlo además de una manera general y constante, válida para cualquier circunstancia, sólo puede llevar al fracaso.

La coyuntura económica actual está marcada por una fuerte apreciación del euro con respecto al dólar, un déficit público y exterior desbocados en la economía norteamericana, y un crecimiento bajo en Europa, que se ralentiza aún más en los países locomotora de la Unión , como Alemania o Francia, en los que lo que falla no es la competitividad exterior sino la demanda interna. En dichas coordenadas, forzar a estos países a reducir los déficit y a practicar una política más restrictiva no solo va contra las leyes económicas sino también contra el sentido común.

Lo lógico es que se hubiera decretado la muerte del Pacto de Estabilidad, pero en la Unión Europea nada se hace de esta manera. Mantenerla y no enmendarla. Los instrumentos y compromisos se conservan para no retractarse formalmente, pero sin virtualidad alguna. En 1993, cuando los mercados especularon en contra de monedas como la libra, la peseta o el escudo, forzando devaluaciones y mostrando bien a las claras que el Sistema Monetario Europeo era imposible de mantener, los jefes de Estado y de Gobierno no tuvieron más remedio que aceptar la realidad, pero oficialmente no se retractaron, continuaron con el SME, pero eso sí, con una amplitud tan grande entre las bandas de fluctuación que lo hacía totalmente inoperante.

Algo parecido ha ocurrido ahora con el Pacto de Estabilidad. Lejos de rectificar, todos han salido tan contentos afirmando en un puro ejercicio de nominalismo que perduraba lo fundamental, el 3% y el 60%, límites respectivamente del déficit y de la deuda pública. Pero a la hora de definir el déficit y de exceptuar partidas para computar en él, se ha hecho a la carta. Cada país ha colocado sobre la mesa aquello que le interesaba. Uno no encuentra la lógica de por qué determinadas partidas deben computar más que otras, pero así es Europa y sus contradicciones.