Diez años después

 

Dadas las horas bajas por las que pasa el Gobierno, y en especial su presidente, el aparato de Ferraz se esfuerza por encontrar aniversarios que proporcionen la excusa para organizar actos y campañas de propaganda. Esta vez han sido los diez años que Zapatero lleva como secretario general del partido socialista.

 

A propósito de tal conmemoración, los medios de comunicación, sobre todo los afines, han emitido múltiples horas de programas y han emborronado un sinfín de páginas. El tiempo diluye, hasta borrarlos totalmente, los acontecimientos tal como se han desarrollado y la admiración que siempre despierta el poder se encarga de rellenar los vacíos creados con los colorines más diversos. Por eso, mucho de lo que se está diciendo y escribiendo estos días obedece más a la construcción mítica que a la realidad.

 

Al igual que antiguamente en el carnet de identidad de las mayorías de las mujeres se leía “Profesión: sus labores”, en el de Zapatero, y en el de casi todos los componentes del grupo que se confabularon con él para emprender una aventura que parecía descabellada de cara al 35 Congreso Federal del PSOE, podría haberse escrito profesión: sus políticas, (con minúscula) ya que apenas habían ejercido ninguna otra actividad. Al haber ingresado muy pronto en las juventudes socialistas, casi todo su tiempo lo emplearon en aprender las técnicas y artimañas de los partidos políticos. En ese PSOE ya despolitizado (con mayúscula) de Felipe González y en el que regía la norma de “quien se mueve no sale en la foto”, supieron asimilar la ciencia del camaleón.

 

El único mérito de Zapatero para ser elegido en el 35 Congreso secretario general, fue su ambición, su voluntarismo –la creencia de querer es poder, que le acompañará siempre--, la destreza para moverse en el mundo siempre azaroso de los partidos y, sobre todo, el hecho de ser un desconocido, es decir, el no tener enemigos. Su posición de Tancredo durante todos los años que estuvo en el Parlamento le proporcionó, en una formación política entonces dividida en facciones, un plus frente a los otros candidatos.

 

Como ocurre a menudo, la votación fue más en contra que a favor. Zapatero no ganó las elecciones, las perdieron Bono y las suspicacias que despertaba. El triunfo de Zapatero se debió tan sólo al miedo de muchos miembros del partido socialista a que Bono ocupase la Secretaría General y a los pocos escrúpulos que Zapatero tuvo en aliarse con los grupos más oportunistas (como el de los “balbases” que después darían la espantada en la Comunidad de Madrid) o en prometer lo que llegado el momento no podría cumplir. Buen cuidado tuvo Maragall en recordar en la negociación del Estatuto este apoyo del PSC.

 

Los cuatro años de oposición estuvieron totalmente vacíos de contenido; marcados por la frivolidad y la moralina propia de las proposiciones generalistas. Fue incapaz de acuñar un discurso alternativo al del PP en materia de política económica como no fuese alguna genialidad como la del tipo único en el IRPF, que produjo risa hasta en los que mantenían en esta materia las posturas más reaccionarias, porque ellos mismos no se habían atrevido a llegar tan lejos.

 

A lo largo de esos cuatro años, los ganadores del 35 Congreso mostraron de manera evidente su bisoñez y desconocimiento de la actividad pública y de la Administración pero, sin embargo, dieron pruebas fehacientes de que dominaban bastante bien los entresijos de las formaciones políticas e incluso del juego electoral, es decir, de aquellos factores que pueden proporcionar sin demasiado esfuerzo votos. Así utilizaron el enorme error del PP de implicarse sin medida en la guerra de Irak o arrimarse al sindicato “hermano” para rentabilizar su oposición a la reforma laboral.

 

Zapatero hubiese sido un paréntesis corto en la historia del PSOE si un acontecimiento brutal no hubiera irrumpido en la vida española, los atentados del 11-M. Nadie, absolutamente nadie, daba por ganador al PSOE en los días anteriores a las elecciones del 2004. No lo arrojaban las encuestas. Tampoco los miembros del partido socialista. Pocos días antes de los comicios, tuve ocasión de comer con algunas personas que habían ocupado cargos de relevancia en la época de Felipe González. Estaban desesperados porque veían que, tras ocho años de marginación, se les escapaba de nuevo el triunfo y con toda probabilidad iban a continuar de vacaciones. Puedo asegurar que sus críticas y juicios despectivos ante la nueva dirección sobrepasaban con mucho a los míos. Casi tuve que defender a Zapatero. Algo parecido pronosticaban los medios de comunicación. Recuérdese el panorama que diseñaban y la opinión que dejaban traslucir los guiñoles de Canal Plus, quizás los mejores analistas políticos de entonces.

 

Fueron los atentados de 11-M y la nefasta respuesta del PP los que dieron el triunfo a Zapatero. Entiéndaseme bien, estoy totalmente alejado de defender esa estúpida teoría conspiratoria en que algunos medios de comunicación se empecinaron y que no se sostiene. Simplemente mantengo algo que me parece evidente, que hay sucesos que, al margen de la voluntad de los protagonistas de la vida política, inciden sustancialmente en ella, y uno de esos acontecimientos fueron los atentados terroristas.

 

Zapatero alcanzó el poder y comenzó una nueva etapa, etapa de la que habría mucho que decir, de sus errores en el diseño territorial del Estado, de cómo continuó durante cuatro años aplicando la errónea política económica del PP hasta que la crisis le sacó del ensueño o de cómo la alardeada política social es una quimera, pero todo ello tendrá que ser objeto de otro artículo.