Parmalat

Hace aproximadamente doce años que Galbraith escribió un pequeño opúsculo titulado “Breve historia de la euforia financiera”. Incidía en algo que podría extrañar a primera vista pero que día a día va confirmándose como cierto: que dinero e inteligencia no tienen por qué ir parejos, y que muchos de los grandes hombres de las finanzas son más ignorantes e ingenuos de lo que creemos. En materia financiera todos nos volvemos crédulos, olvidamos pronto las enseñanzas pasadas y estamos dispuestos a repetir los mismos errores. Desde 1991, año en el que el premio Nóbel escribió la obra, nuevos escándalos siguen corroborando sus teorías. El último, el de la empresa Parmalat, considerada hasta ahora como el gigante de la industria alimentaria italiana.

Aun sin conocerse con exactitud, se estima su agujero en 9.000 millones de euros, algo así como un billón y medio de las antiguas pesetas, el 1,5% del PIB de España. Este sorprendente descubrimiento plantea numerosas cuestiones. La primera y fundamental, la vulnerabilidad de los inversores. No sólo la de los accionistas, sino la de los partícipes en fondos de inversión o de pensiones, incluso de renta fija. Las acciones ya se han desplomado hasta perder casi la totalidad de su valor, pero los tenedores de bonos y obligaciones de la empresa muy posiblemente no van a ver tratados mejor sus ahorros.

Un discurso interesado ha generado en los ciudadanos incertidumbre acerca del futuro de las pensiones públicas, recomendando a diestro y siniestro la suscripción de planes privados. Casos como el de Parmalat muestran a las claras que el riesgo de éstos puede ser bastante alto, incluso el de aquellos que se presentan como más seguros, los de renta fija. En realidad, el ahorrador pierde el control de la inversión y otros deciden por él dónde invierte. ¿Por qué no confiar en los profesionales, en los que más saben, en los banqueros?, se dirá. Pues por la sencilla razón de que, en primer lugar, sus intereses pueden no coincidir con los nuestros y, en segundo lugar, porque la experiencia demuestra que se dejan engañar con bastante facilidad.

Los administradores de Parmalat han engañado a los accionistas, a los acreedores, a los bancos, a la Comisión de Valores, a las auditoras, a las empresas de calificación, al Banco de Italia. Una vez más, han fallado todos los controles. Claro que, puestos a hablar de engaño, habrá que cuestionarse si antes que a nadie los administradores de Parmalat no se habrán engañado a sí mismos. Si ebrios de dinero, éxitos y poder no se han creído genios de las finanzas a los que nada se les resiste, y operación tras operación y de éxito en éxito han llegado hasta la catástrofe total.

La pregunta última es si en el actual orden financiero internacional no estaremos condenados a fenómenos semejantes o incluso peores. En un mundo económico abandonado al laissez faire, con paraísos fiscales y en el que los poderes públicos van renunciado a toda regulación, fatalmente tienen que surgir casos como los de Parmalat, Enron o similares.

En un país en el que alguien como Berlusconi llega a ser presidente del gobierno, acomoda la legislación a sus intereses empresariales y reforma el Código Penal para librarse de presuntos delitos, ¿puede extrañarnos que aparezcan casos como los de Parmalat? Ahora, con la disculpa de salvar a los trabajadores, se ha apresurado a intervenir la empresa. con lo que muy posiblemente acabarán siendo los contribuyentes italianos y europeos los que paguen el desaguisado. Eso es lo malo del neoliberalismo, que propugna la libertad absoluta para la corrupción, pero se esconde inmediatamente en las faldas de papá Estado cuando aparecen los agujeros. Privatiza los beneficios y socializa las pérdidas.