¿Hecho excepcional?

Es curioso que el ministro Mayor Oreja, tan locuaz y amante de los medios de comunicación, guarde hermético silencio en el asunto del guineano muerto, y más curioso aún que la prensa apenas haya reclamado su presencia y sus explicaciones. Parece como si el tema careciese de la dimensión suficiente para recabar la atención del titular del departamento. Cuestiones menores propias de comisarios o, como mucho, de delegados de Gobierno.

Hay quienes, desde luego, ponen todo su empeño en hacer pasar lo de Lanzarote como un hecho anecdótico y singular, circunscrito a la posible actuación desmedida de unos funcionarios poco cuidadosos. Llegan a afirmar incluso que la línea divisoria entre la violencia, muchas veces necesaria para la detención de un delincuente, y el abuso policial no es fácil de trazar. Se niegan a generalizar el caso y convertirlo en materia política de primer orden. La transparencia informativa en esta sociedad, dicen, es tal que sería imposible que existiesen otros incidentes como éste y que la opinión pública no tuviese conocimiento inmediato de ellos.

Antes que nada habría que responder que un muerto tiene ya por sí mismo suficiente relevancia; pero es que me temo, además, que el hecho no sea tan excepcional ni esta sociedad tan transparente desde el punto de vista informativo como nos quieren hacer creer. Si este caso ha saltado a la opinión pública es porque han convergido en él toda una serie de variables que en otros pueden, por supuesto, no darse. En primer lugar, el detenido ha fallecido, lo que no tiene por qué ser frecuente ni siquiera en situaciones generalizadas de tortura y malos tratos policiales. En segundo lugar, la víctima poseía familiares y amigos con el suficiente coraje y ausencia de miedo para proseguir por su cuenta la investigación y contratar los servicios de uno de los forenses más conocidos del país. Así y todo, el suceso acaeció en mayo y ha pasado totalmente inadvertido hasta finales de agosto.

Existen otros indicios, por el contrario, que hacen saltar todas las señales de alarma y dan al caso una importancia política de primera magnitud. La reacción de los mandos policiales, de las autoridades gubernativas y de los propios compañeros, especialmente representados en las declaraciones del Sindicato Unificado de Policía, inducen a sospechar una actitud de complicidad y encubrimiento difícilmente explicable si se tratase de un acontecimiento aislado y del comportamiento execrable, pero excepcional, de unos funcionarios. Las mentiras, las contradicciones, las rectificaciones y el oscurantismo mantenido por la policía remiten a un corporativismo tan cerrado que sólo puede entenderse si la actuación policial en este caso no está demasiado alejada de lo que es normal y habitual a diario.

Sin duda es más tranquilizador cerrar los ojos y mentirnos, pero hay preguntas que –después de lo de Lasa y Zabala– no podemos eludir frívolamente: ¿continúan existiendo la tortura y los malos tratos policiales en nuestra sociedad? ¿En qué medida han cambiado las actitudes y hábitos del franquismo en los cuerpos de seguridad del Estado? ¿O sólo han sido el nombre y el uniforme? Y, sobre todo, ¿cómo nuestro sistema jurídico permite aún que el detenido permanezca 72 horas sin pasar a disposición judicial en las dependencias policiales, incomunicado y sin ayuda letrada, plazo que difícilmente encuentra similitud en otro país democrático?

Resulta curioso, sí, que sean precisamente aquellos tertulianos y comentaristas que reaccionan con virulencia contra cualquier medida económica o fiscal del Estado que pueda afectar a los intereses pecuniarios de los ciudadanos, los que después se muestren tan lasos cuando las actuaciones públicas inciden sobre la integridad física o incluso la vida. Claro que pensarán que entonces se trata únicamente de delincuentes y guineanos.