Por
el imperio hacia Dios
Como mínimo de preocupantes hay que
calificar las palabras del Monarca. «Nunca fue la nuestra lengua de imposición,
sino de encuentro; a nadie se obligó nunca a hablar en castellano». Turbadores
resultan en general los discursos reales, confusión que surge de la propia
ambigüedad institucional: reina pero no gobierna, es irresponsable, nunca se
retracta... vestigios de épocas teocráticas. Jamás se termina por saber a
ciencia cierta quién es garante de sus afirmaciones.
Inquietante resulta la frase porque comienza
a cundir la sospecha de que alguien más que los nacionalistas periféricos está
empeñado en reescribir la Historia. No fue un párrafo deslizado al azar por un
funcionario obtuso, cuando todos los informativos oficiales lo resaltaron y
repitieron.
Llueve sobre mojado: la condecoración al
torturador Melitón Manzanas, la negativa del PP a reprobar el franquismo y mil
detalles añadidos configuran un marco en el que se pretende desdibujar la
responsabilidad de los que un día se levantaron contra un régimen legítimo y,
por la fuerza de las armas, establecieron durante cuarenta años una dictadura
fuertemente represiva.
Si la frase es alarmante, lo es más aún la
explicación ofrecida con posterioridad por la Casa Real. ¿Cómo se puede afirmar
que en América el español fue una lengua no de imposición sino de encuentro? Ni
transculturación, ni aculturación, sino choque cultural; imposición cultural,
por el carácter compulsivo y la violencia con que se quebraron las
civilizaciones indígenas.
Las lenguas de los conquistadores han sido
siempre de imposición y casi todos los imperios y colonizaciones han
constituido extraños híbridos de los elementos más positivos y de los más
negativos. Pero lo grotesco es que muchos siglos después nos hagamos
responsables de éstos o nos vanagloriemos de aquéllos, asumiendo un concepto de
nación más cercano a la idea esencialista, impregnada de romanticismo e
historicismo de Herder, Schlegel, Fichte y Burke, que a la concepción liberal
democrática de la Ilustración protagonizada por Locke, Rousseau y Sieyès.
Cuidado con los nacionalismos, no sólo con
el catalán o el vasco, sino también con ese nacionalismo español que sigue
creyendo en la unidad de destino en lo universal, y clamando por el imperio
hacia Dios.