Jugarse
en bolsa las pensiones
Los profesionales de
la función pública siempre hemos contemplado con prevención la llegada de
ciertos aventureros a los puestos directivos de las empresas públicas, quienes,
creyendo descubrir el Mediterráneo, con un desprecio absoluto a lo que no
conocen y considerándose expertos ejecutivos, manifiestan que es preciso
introducir criterios privados de gestión. Nunca he sabido muy bien qué se
quiere indicar con tal expresión. La única distinción posible —creo yo— está
entre buena y mala gestión, y la de ellos termina con frecuencia siendo fatal.
Los cambios que
propugnan se reducen en la mayoría de los casos a, por una parte, cambiar la
forma de contratar el personal, más flexible —afirman—, en realidad de manera
discrecional, arbitraria, suprimiendo cualquier procedimiento objetivo; y a,
por otra parte, invertir en Bolsa los excedentes de tesorería, asumiendo un
riesgo evidente sobre unos recursos que no son suyos y situándose también a la
hora del manejo de los fondos públicos en un plano discrecional.
Pues bien, este
Gobierno, algunos de cuyos componentes deben de tener ínfulas de gestores
modernos y emprendedores, pretende implantar en el ámbito estrictamente
administrativo los dos vicios anteriores. El ministro de Administraciones
Públicas introduce en la Administración la figura del directivo, es decir, abre
la posibilidad de que los altos puestos de la función pública puedan, a partir
de ahora, ser ocupados por personal que no posea la condición de funcionario.
Dedazo sin limitación alguna. Se va, así, atrás como el cangrejo. Lejos de
potenciar la profesionalidad de la función pública, se acentúa la
discrecionalidad, la arbitrariedad y nos retrotraemos a aquellos tiempos de la
Restauración en los que los funcionarios cambiaban con el Gobierno de turno.
El ministro de
Trabajo, con la aquiescencia de los agentes sociales —ya les vale—, quiere
jugar a la Bolsa con el fondo de reserva de la Seguridad Social. No se trata
ahora, como en las empresas públicas, de excedentes de tesorería, sino de lo
que se ha llamado absurdamente la hucha de las pensiones. Se mire por
donde se mire, es un despropósito. Cualquiera sabe que existe una relación
estrecha y directa entre riesgo y rentabilidad. En la Bolsa se han podido
obtener en el pasado rentabilidades muy altas, pero otros muchos han visto en
ciertos momentos reducir su patrimonio. Que se lo pregunten a los accionistas
de Terra. Como afirman claramente las sociedades de inversión, rentabilidades
pasadas no garantizan rentabilidades futuras.
Todo inversor debe
calibrar el binomio rentabilidad-riesgo que está dispuesto a asumir. Son muchos
los que se decantan por deuda pública, aun cuando su rentabilidad sea baja,
precisamente porque carece de todo riesgo. Pero si algo debe estar asegurado,
salvaguardado de cualquier riesgo futuro, son las pensiones. Muchos ciudadanos
mantienen sus fondos de pensiones en renta fija precisamente para eludir
cualquier riesgo, ¿cómo decirles que precisamente el Estado (la Seguridad
Social, se quiera o no, es Estado) no quiere invertir en su propia deuda y lo
va a hacer en la Bolsa, en valores privados, con lo que pone en peligro las
pensiones públicas?
Como Galbraith describe magistralmente en esa pequeña obra titulada
Breve historia de la euforia financiera, dos tentaciones acechan a todo
inversor. La primera, la de dejarse engañar por las fáciles ganancias que están
obteniendo otros y creer que esa época de euforia va a ser permanente. La
segunda, la de considerarse más listo que los demás y haber descubierto lo que
otros no han sabido ver. Esperemos que los gestores actuales de la Seguridad
Social no caigan en esas dos tentaciones que terminaríamos pagando todos los
que dependeremos en el futuro de una pensión pública, tanto más cuanto que en
los momentos presentes la mayoría de las empresas están sobrevaloradas en su
cotización bursatil.
El despropósito de
querer jugar en Bolsa con el fondo de reserva de las pensiones hunde sus raíces
en un error más profundo: el Pacto de Toledo y la misma existencia de dicho
fondo que, lejos de garantizar las pensiones en el futuro, las pone en peligro.
La pretensión de separar el Estado y la Seguridad Social es la mayor amenaza
que se cierne sobre el sistema público de pensiones, ya que la seguridad del
futuro no puede provenir de una ridícula hucha que después de no sé cuántos
años de bonanza lo único que garantiza son ocho meses de pago. La garantía no
puede ser otra más que el Estado y la obligación que la Constitución impone a
los poderes públicos de mantener un sistema público de pensiones.
Desterremos huchas
de pensiones que pueden ser a todas luces insuficientes y van a servir tan sólo
para que a Gobierno y agentes sociales les dé por jugar a grandes financieros.
Reclamemos que el Estado responda de las pensiones como responde de cualquier
otro gasto, por ejemplo, del pago de la deuda pública. No importa que los
excedentes actuales vayan al Tesoro con tal de tener la certeza de que del
Tesoro saldrán todos los fondos necesarios cuando el sistema sea deficitario.
Siempre me ha
costado entender por qué las organizaciones empresariales cambiaron de posición
en materia de financiación de la Seguridad Social. Desde los pactos de la
Moncloa, pasando por los AMI, ANE y demás acuerdos con los agentes sociales, el
planteamiento (en uno de sus puntos) era siempre el mismo: cuánto iba a
incrementarse la aportación del Estado a la Seguridad Social. Sin embargo, en
el Pacto de Toledo la perspectiva varía radicalmente. Se admite la separación
de fuentes, con lo que la financiación de las pensiones se hace gravitar sobre
las cotizaciones sociales y, por tanto, sobre las variaciones demográficas y
del mercado de trabajo, independizándolas así de los otros impuestos del
Estado, y en la misma medida de la evolución de las rentas de capital y de los
beneficios empresariales.
Resulta difícil
saber por qué las organizaciones empresariales aceptaron este planteamiento,
como difícil resulta saber por qué los sindicatos de la función pública firmaron
con el Ministerio de Administraciones Públicas un fondo de pensiones privado
para los funcionarios. No quiero creer que sea porque ambas cuestiones les dan
más poder y protagonismo. El fondo privado porque, aunque la cantidad para cada
funcionario sea ridícula (y con ella van a poder comprar caramelos en su
jubilación), la cantidad global es notable y manejarla financieramente,
interesante. El Pacto de Toledo porque, al separar la Seguridad Social del
Estado, permite a los agentes sociales reclamar en ella mayores competencias,
tal como se ve ahora con la pretensión de invertir en Bolsa el fondo de
reserva. ¿Quién va a controlar esa enorme inversión?