Directiva
Frankestein
Que la finalidad de la
Unión Europea se reduce exclusivamente a la creación de un
mercado único es de sobra conocido. Este objetivo se ha cumplido plenamente en
los mercados financieros y en el de mercancías en buena proporción; los
servicios, sin embargo, han quedado hasta ahora casi en su totalidad confinados
entre los muros de los Estados nacionales. La tarea para muchos estaba
incompleta, tanto más cuanto que el sector servicios representa en la
Unión Europea –como se han encargado de pregonar estos días
los liberales– alrededor del 60% de toda la
economía. Si Mahoma no va a La
Meca... Y así, las empresas de servicios están deseosas por
salir de su país de origen e ir a los otros países a prestar su actividad.
Alguien se preguntará si es que hasta ahora no podían. Por supuesto que sí.
Entonces, ¿para qué la polémica directiva Bolkestein?
Por algo en extremo simple que surge de dos consideraciones.
La primera es que detrás de la globalización, y por tanto de la
Unión Europea , no sólo está la necesidad de las empresas,
dada su concentración, de contar cada vez con mercados mayores, sino la
pretensión de liberarse del yugo público, es decir, democrático, popular.
Insurrección de la economía respecto de la política.
La segunda es que existe una diferencia sustancial entre mercancías y
servicios. En el primer caso, es posible separar geográficamente producción y
consumo, una empresa puede producir en Polonia o en España los automóviles que
se van a consumir en toda la
Unión. Por el contrario, en los servicios, producción y
consumo son simultáneos, de manera que para satisfacer el consumo hay que estar
presente allí donde se consume. Si en el primer caso las empresas se han
liberado de las normas estatales –esto es, pueden situarse en el país que
deseen, en el que les conceda más facilidades y chantajear a todos los
gobiernos con mudar su localización– sin que eso les impida vender sus
productos en todos los mercados, en los servicios, sin embargo, para poder
prestarlos en un país se precisa estar allí y, por lo tanto, sometido a la
norma del respectivo Estado.
Había, pues, que inventarse algún procedimiento que eludiese este
aspecto tan enojoso. Crear una ficción, que las empresas estuviesen en los
países en los que prestan sus servicios, pero como si no estuviesen porque, a
todos los efectos, quedasen únicamente sometidos a la legislación del país de
origen. Esta es la pretensión de la
Directiva Bolkestein. Deslocalizar incluso aquello que por su
propia naturaleza era indeslocalizable.
No es de extrañar
que la sociedad europea reaccionase enérgicamente en contra de este proyecto de
directiva que, despectivamente, fue denominada Frankestein.
Seguro que consciente o inconscientemente estuvo detrás del “no” francés y
holandés a la
Constitución. Puede ser que por mero electoralismo, pero lo
cierto es que hasta alguien tan poco sospechoso de veleidades izquierdistas
como Chirac se situó en contra.
Se ha dejado pasar
el tiempo –táctica muy resultona– y, debidamente acicalada, la
Directiva ha sido aprobada la semana pasada por el Parlamento
europeo. Los socialistas, como la
ponente Evelyne Gebhardt , afirman que se ha cambiado de cabo a rabo. No estoy muy
seguro porque, si esto fuera así, ¿para qué aprobarla? Es verdad que se ha
eliminado del texto el polémico principio de “país de origen”, pero que no
figure explícitamente no quiere decir que haya desaparecido, ya que es este
principio el que informa ideológicamente toda la
Directiva , ni que no se vaya a
aplicar, puesto que su interpretación va a quedar sometida a la
Comisión y al Tribunal de Justicia, de ideología profundamente
liberal.