¿Serían tan amables de pagar impuestos?

Cuando se congelan las pensiones, cuando se reducen sustancialmente los sueldos de los empleados públicos -muchos de ellos poco más que mileuristas-, y se eleva dos puntos el tipo del IVA, que es más o menos como minorar la renta de casi todos los ciudadanos en un 2%, ya que en la mayoría de ellos consumo y renta coinciden al ser su ahorro inexistente; cuando se disminuye la indemnización por despido y revolotea en la atmósfera una nueva reforma de las pensiones. Cuando todo eso ocurre, nos enteramos de que alrededor de mil quinientas de las personas con mayores ingresos del país tienen abultadas cuentas opacas en Suiza y que el Ministerio de Economía y Hacienda, lejos de movilizar a la inspección tributaria y a la fiscalía anticorrupción, se limita a avisarles y a mandarles un amable requerimiento para que sean buenos chicos y regularicen su situación fiscal y, como es normal, las grandes fortunas, ubicadas en este plano de reprimenda benigna, se hacen las sordas porque tienen la experiencia de que la sangre nunca llega al río y de que lo más beneficioso en todo caso es no pagar y de tener que hacerlo que sea lo más tarde posible.

 

Muchas preguntas se podían plantear al respecto. La primera es por qué se ha esperado tanto tiempo dejando que casi prescriban algunas de las irregularidades cometidas. La segunda, suscitada por la propia asociación de inspectores tributarios, tiene que ver con el supuesto trato de favor que se otorga a tales contribuyentes al permitirles regularizar su situación fiscal sin someterlos a la inspección o sin presentar una querella criminal por delito fiscal. El director general de la Agencia Tributaria contesta a la asociación con el argumento de que ésta carece de la información necesaria para juzgar el asunto ya que el procedimiento es reservado.

 

Por muy reservado que quieran mantener el procedimiento, el tema parece estar bastante claro. El Gobierno, yendo a lo práctico, busca incrementar la recaudación de forma inmediata aunque sea a condición de librar de responsabilidad a los defraudadores. Detrás de ello se encuentra la propia desconfianza que tiene en los mecanismos e instrumentos de represión del fraude y de los procedimientos judiciales para perseguir el delito fiscal. Pero esos fallos los conocen también los defraudadores. De ahí que no estén muy dispuestos a regularizar su situación con el fisco.

 

En España, la lucha contra el fraude fiscal pocas veces se ha tomado en serio, y los pocos pasos dados en ese sentido han venido rápidamente seguidos de una involución que dejaba las cosas peor que antes.

 

Aparte de los esfuerzos por incrementar la conciencia fiscal, la lucha contra el fraude precisa de mecanismos coactivos cuya intensidad debe estar en relación inversa con la probabilidad de que las infracciones sean detectadas. Sólo así tendrán fuerza suficiente. En un sistema fiscal moderno con un número tan elevado de contribuyentes, la administración tributaria únicamente puede ser eficaz si el cumplimiento es generalizado y para ello se precisa que las sanciones sean lo bastante fuertes para desincentivar el fraude y, dada la opacidad que rodea a las operaciones financieras, que los procedimientos de prueba sean flexibles y adaptados a las circunstancias.

 

No deja de ser paradójico que en el ámbito de la Hacienda Pública sanciones del 100% de la cantidad defraudada se consideren abusivas y generen todo tipo de reacciones en contra, mientras que en otros ámbitos como, por ejemplo, el del servicio de estacionamiento vigilado de Madrid se admitan sanciones del 10.000% sin apenas críticas, cuando en este último caso la probabilidad de eludir la vigilancia es casi cero.

 

En el ámbito fiscal las sanciones monetarias -y tanto más cuanto que debido a las distintas reformas han quedado muy reducidas- tienen poca eficacia. Para los grandes defraudadores, que pueden apostar a varias cartas y diversificar el riesgo, únicamente el delito fiscal, el miedo a ir a la cárcel, puede mostrase eficaz. Recuerdo que fue en 1984, cuando parecía que en este país se quería trabajar seriamente contra el fraude fiscal, varios responsables de Hacienda visitamos el Internal Revenue Service (IRS), la administración tributaria de EEUU. Quedamos gratamente sorprendidos del papel que se otorgaba al delito fiscal. Todo el mundo sabe que Al Capone fue a la cárcel por este motivo. Según parece, también allí las cosas han cambiado y la lucha contra el fraude se ha deteriorado desarmando en buena medida al IRS de los medios de que disponía en aquellos momentos.

 

En España el delito fiscal nunca ha funcionado –como no sea como complemento de otros delitos. Se condenan severamente los más pequeños robos, pero parece que robar a la Hacienda Pública, es decir a todos los ciudadanos, no tiene la menor importancia. ¿Nos puede sorprender por tanto que el Gobierno pida por favor a las grandes fortunas, si lo tienen a bien, que regularicen su situación fiscal? ¿Y es de extrañar que éstas declinen cortésmente la invitación? Ya que lo más probable es que todo quede en juego de artificios, no estaría mal que al menos desapareciese el carácter reservado del procedimiento. Sería muy aconsejable que al igual que ocurre con tantos asuntos que cuando interesa se filtran a la prensa, apareciese en ésta el nombre de los defraudadores; al menos así sabríamos  quiénes son los sinvergüenzas y desaparecería la aureola de respetabilidad de la que seguramente gozan.