El
trono y el altar II
Los hombres de la
Ilustración , a la hora de
desarrollar su teoría sobre el Estado, tuvieron muy presentes las guerras de
religión en las que, en función de verdades encontradas, Europa se había
desangrado durante siglos. Establecieron así la libertad religiosa como un
derecho del ciudadano, pero esa misma libertad religiosa no permitía que
ninguna confesión reclamase para sí un puesto de preeminencia
y mucho menos que acudiera al poder político para que, de forma coactiva,
impusiese sus verdades a la sociedad.
No es sorprendente, pues, que el liberalismo
político fuese una de las doctrinas más anatematizadas y perseguidas desde la
ortodoxia católica. Desde el primer momento, la
Iglesia oficial fue consciente del peligro que representaba
para su situación de privilegio. No se puede negar que en nuestro país,
concretamente, el liberalismo y más tarde todos los movimientos progresistas se
han caracterizado por un marcado contenido anticlerical, pero tal sentimiento
ha venido generado en buena medida por la resistencia católica a perder su
preponderancia pública. La
Iglesia nunca se ha resignado a dejar de imponer desde el
Estado su moral y su doctrina a creyentes y no creyentes. A lo largo del siglo
XIX se colocó siempre al lado del absolutismo y de la reacción y aún están
cercanos los cuarenta años de nacional catolicismo durante los cuales el trono
y el altar se ayuntaron hasta tal extremo que resultaba casi imposible
distinguir dónde empezaba uno y terminaba el otro. Ha habido, es cierto, otra
Iglesia, al margen de la oficial, la más auténtica, que ha defendido la
separación del poder y la autonomía religiosa, pero ésta, a la hora de la
verdad, nunca ha contado ni cuenta.
En este como en otros muchos temas, la
Transición –que, no olvidemos, fue siempre vigilada– estuvo
tímida en sus reformas. Se aceptó, sí, el principio de la aconfesionalidad,
ya que el Estado social consagrado en la
Constitución –superación del Estado liberal, pero heredero de
sus principios democráticos– resulta incompatible con cualquier otro
planteamiento. Pero en la práctica subsisten aún muchos vestigios de la antigua
unión entre Iglesia y Estado. En primer lugar, la financiación pública. La
participación en el impuesto sobre la renta no es más que una manera de
disfrazar la permanencia del compromiso adquirido por el régimen franquista.
Carece de todo sentido que el coste de la
Iglesia recaiga actualmente sobre los presupuestos del Estado.
La solución no puede venir por extenderla a todas las religiones, sino por
asumir que, como sociedades privadas, cada iglesia debe financiarse mediante la
aportación de sus fieles. Los defensores de la financiación pública aducen las
muchas obras sociales que la
Iglesia lleva a cabo. Nada que objetar a que éstas se
subvencionen por el Estado; pero en concurrencia y en igualdad de condiciones
con otras asociaciones u organizaciones que acometan otras similares. Por otra
parte, nada de esto tiene que ver con la financiación del culto y el
mantenimiento económico de la estructura clerical.
En segundo lugar, las clases de religión tal
como en estos momentos están implantadas en la educación pública. No se puede
hablar de asignatura, sino de adoctrinamiento religioso. Muy respetable, pero
para impartir en la propia iglesia o en la familia, no en la escuela pública o
en la subvencionada con fondos públicos. La religión únicamente puede
entenderse como disciplina si su enfoque está anclado en la antropología, en la
historia o en la
sociología. La esquizofrenia actual en que la jerarquía
eclesiástica nombra a catorce mil profesores y los paga el Estado es a todas
luces incongruente con los principios del Estado aconfesional. Una vez más, la
alternativa no puede ser implementar clases de islamismo, judaísmo o de
cualquier otra religión, sino reponer a la educación pública en su propia
función.
En tercer lugar, pero quizás el más
importante, la pretensión nunca abandonada por la jerarquía eclesiástica de
convertir sus preceptos morales en ley general y obligatoria, impuesta
coactivamente por el Estado. Suplantar, en definitiva, la voluntad mayoritaria
de una sociedad democrática, expresada por sus mecanismos constitucionales, por
el código de conducta interno de una confesión organizada –hay que decirlo– de
forma autocrática y carente de cualquier mecanismo democrático. Todo el respeto
para los que voluntariamente acepten tal jerarquía y principios, pero que no
intenten usar el Estado para imponerlos. Afirmar que el Estado no es
confesional pero la sociedad sí, constituye una falacia. La sociedad siempre es
plural, heterogénea, informe, sin límites, portadora de antinomias y
contradicciones, como totalidad únicamente se manifiesta mediante el juego de
las mayorías y minorías en el Estado.
El Gobierno actual se ha limitado a colocar
algunos de estos problemas sobre la
mesa. Este hecho ha sido suficiente para desatar las iras y
los alegatos de la jerarquía eclesial. La filípica del Papa el otro día
afirmando que en España no existe libertad religiosa y que se prohíben la
manifestaciones exteriores de la religión, y todo ello en el país de las
procesiones, sólo puede provocar hilaridad y el convencimiento de que la
decrepitud de la edad afecta a todos los hombres por igual por muy sumo
pontífice que uno se crea. Resulta irónico que se hable de persecución a la
Iglesia , y que ésta se siente
acosada. Si alguien se puede sentir perseguido o al menos marginado, son todos
aquellos a los que la Iglesia
pretende imponer por la fuerza, por la fuerza además del Estado, su moral y su
doctrina. Nuevamente, la
Iglesia se ha colocado en la reacción más extrema y en el
obscurantismo. Su emisora de radio se ha convertido en el mayor centro de
agitación política de la ultradecha y de propaganda
xenófoba. Con todo, lo más paradójico es que muchos de estos que defienden con
todo ardor y frenéticamente los principios más reaccionarios se autotitulen a todas horas liberales. Por lo visto el
liberalismo de hoy poco tiene que ver con el de ayer. El neoliberalismo
económico pone el grito en el cielo cuando el Estado toca la fortuna de los
acomodados; pero después promueve y defiende que el poder político coaccione
con sus leyes a la mayoría de los ciudadanos para imponerles preceptos
religiosos. Que el poder político no interfiera en la economía, pero sí en la
alcoba y en la cama.