Los motivos económicos

Los motivos económicos han estado presentes en casi todas las contiendas, pero quizás en pocas de forma tan intensa y al mismo tiempo exclusiva, como la que se está librando en estos momentos contra Irak. Todos los motivos de otro tipo que se han aducido aparecen ostensiblemente como falsos y puros pretextos. Aquí se encuentra, sin duda, la razón de la fuerte oposición que esta guerra está originando en la opinión pública.

Se detesta el fariseísmo. Todo el mundo está convencido que detrás de la invasión se encuentra únicamente la riqueza petrolífera de Irak, riqueza concretada tanto en el volumen de reservas que se le supone, muchas de ellas aun por descubrir, como por el bajo coste al que se podría realizar la extracción. Pero Sadam Husein constituye un impedimento para que EE.UU y sus aliados puedan explotarlas. Hay que terminar con él.

Cuando se habla de los motivos económicos de las contiendas, se tiende a pensar en clave nacional. Intereses entre Estados o países. Algo hay de cierto, pero quizás más de generalización excesiva. La expresión economía nacional tiene mucho de abstracción. En rigor, la economía norteamericana no existe, lo que existe son las economías individuales de los norteamericanos. Y éstas son distintas, y distintos a menudo sus intereses.

No todos los americanos van a aprovecharse de la contienda. Pingües beneficios van a obtener, desde luego, las grandes compañías petrolíferas norteamericanas, interesadas sobre manera en las reservas de Irak. Se lucrarán también las empresas de la industria armamentística y, en general, todas las suministradoras del ejército, necesitadas de contiendas como éstas para mantener su ritmo de negocios, y, por último, incrementarán sus resultados todas las sociedades a las que se les adjudique la reconstrucción de Irak. Primero destruimos y después reconstruimos; aunque es de suponer que la reconstrucción será selectiva, sólo aquello que tenga utilidad para los vencedores.

En suma, mucho dinero en juego ¿quién va a pagar la factura? En primer lugar, los iraquíes. Miles de muertos, decenas de miles de heridos e inválidos, casas e infraestructuras arrasadas, la economía hundida. Pero, en segundo lugar, el coste va a recaer también sobre la mayoría de los americanos; desde luego, de distinta manera según al grupo social al que se pertenezca. Los más perjudicados serán los combatientes, -que como en todo ejército profesional se nutre de las clases bajas- pero también la totalidad de los contribuyentes, porque la guerra va a ocasionar fuertes incrementos en el presupuesto que antes o después se traducirán en una mayor carga tributaria.

Todo se explica mejor si consideramos las especiales relaciones que en EE.UU. las grandes empresas mantienen con los políticos. Descubrimos que para reconstruir la estructura petrolífera de Irak se acaba de adjudicar ya, sin ningún tipo de concurrencia, un contrato próximo a los 1.000 millones de dólares -un bagatela-, a una empresa filial de Halliburton, empresa que casualmente presidía Cheney y de la que aun recibe aproximadamente un millón de dólares anuales, como compensación por haberla tenido que abandonar al ser nombrado vicepresidente de EE.UU.

Hemos conocido también estos días que Richard Perle, director del Consejo de política de defensa, mano derecha de Rumsfeld, y uno de los principales halcones de esta guerra, se ha visto obligado a dimitir por tráfico de influencias, al tener vinculaciones con empresas que van a repartirse el botín de guerra. La última noticia es que el general nombrado para administrar Irak después de la guerra, presidía una industria armamentística. Se entiende todo. Y después dirán que esta guerra es para liberar a los iraquíes de un tirano.