La
armonización fiscal del ahorro
Una vez
más, la
Unión Europea acomete el parto de los montes. A bombo y platillo
ha anunciado la armonización fiscal de las rentas
de capital.
Y parió un ratón. En realidad lo
único que ha
hecho es diseñar
un camino dilatado y espinoso
para levantar el secreto bancario, cuyo término se fija a
en el año
2010 - tan largo me lo fiáis amigo Sancho- ; y, además,
condicionado a que los terceros países
adopten medidas similares, lo cual
es mucho decir.
La armonización fiscal
de las rentas
de capital debería haber sido una condición
previa a la
libre circulación de capitales, que fue asumida
por los países
europeos en 1989 con el Acta única.
Sin embargo se proyecta para veintiun años más
tarde. Pero es que además no
se está hablando
de una verdadera
armonización fiscal, sino exclusivamente
de establecer la obligación de que los países se intercambien información acerca
del ahorro de los no residentes, y en todo
caso de una retención mínima en el origen. Una
verdadera armonización fiscal
tendría que incluir un diseño impositivo común y homogéneo que
impidiera el dumping fiscal, que imposibilitara que el capital pudiera
chantajear a los Estados,
amenazando con trasladarse a aquellos países con menores gravámenes. A no ser
que se piense
que la única carga tributaria que debe gravitar sobre
el ahorro y las rentas de capital es esa
retención mínima en el origen.
Me temo
que es precisamente
por ahí, por dónde van los
tiros. Si
al final se
logra la armonización, será
de mínimos,
que dejará al capital casi exento de tributación. Se trata en suma de
intensificar la misma orientación seguida en las últimas
reformas fiscales. Concretamente, en nuestro país,
las rentas de capital a
través del
régimen fiscal de las plusvalías tributan ya únicamente
al 20%. Gravamen proporcional, que ha
roto el carácter
global y progresivo que debe tener el
impuesto sobre la renta. Poco a poco
los sistemas fiscales van pivotando exclusivamente sobre los impuestos
indirectos y sobre las nóminas.
Acabamos de
conocer que la última reforma
fiscal acometida por el actual
gobierno en el IRPF ha costado 800.000 millones
de pesetas, cantidad de la
que se han
beneficiado en mucha mayor medida
los
contribuyente de ingresos elevados, como es
lógico al tratarse
de un impuesto
progresivo. El aspecto más hiriente de esta reforma
es que se
produce en un país con
siete puntos menos de presión fiscal
que la media europea,
y con un gasto
en protección social también seis puntos del
PIB inferior al que por término medio
tienen los países de la
Unión. En una
y en otra
magnitud estamos a la cola
de Europa.
Pero el contagio ideológico es tan fuerte que
hasta el primer
partido de la oposición, por cierto al menos nominalmente de izquierdas, se apunta a
bajar los impuestos y tiene miedo
a enfrentarse con el PP
en este tema. Por eso
divaga sobre los efectos que
la rebaja tiene en el consumo, en el ahorro
y en la inflación,
que es el señuelo que el gobierno le
tiende. Renuncia
a entrar al
fondo del problema: el paulatino desmantelamiento de la política redistributiva
del Estado.