Desconcierto en Davos

Una vez más, los poderosos del mundo se han reunido en los Alpes suizos, en Davos. Pero este año algo resulta diferente, algo está cambiando en el Foro Económico Mundial. El síntoma más claro, la poca atención que le ha prestado la prensa. Si tiene presencia en los telediarios o en los periódicos es tan sólo por ser el escenario escogido por las autoridades americanas para lanzar sus soflamas sobre la necesidad de atacar Irak.

Estamos lejos de aquellos años de euforia y de optimismo cabalgando sobre la burbuja tecnológica en la que los dueños del mundo, seguros de haber encontrado la piedra filosofal, impartían doctrina a los cuatro puntos cardinales, anunciaban la muerte de los ciclos y aseguraban que habían descubierto el crecimiento continuo y perpetuo. Estamos lejos de aquellos años en los que Tietmeyer, gobernador del todopoderoso Bundesbank, oficiaba como sumo sacerdote de una nueva religión y proclamaba el principio supremo del nuevo orden: “Los mandatarios internacionales tendrán que acostumbrarse a seguir las instrucciones de los mercados”. Con la nueva máxima se hería de muerte a la democracia y se sustituía la soberanía popular por la soberanía de los mercados.

En esta ocasión el clima es muy distinto: desconcierto, miedo, inseguridad. El lema escogido para el acontecimiento lo dice todo: “Reconstruir la confianza”. Sólo se reconstruye aquello que previamente se ha hundido, y el mundo padece desde luego una crisis de confianza que ha terminado contagiando a los satisfechos hombres de Davos. La desconfianza no se orienta exclusivamente hacia la recuperación de la situación económica. Las últimas cifras de EEUU, Europa y Japón no dejan, en verdad, lugar al optimismo, por más que los organismos internacionales y los gobiernos se empeñen en decirnos que la recuperación económica se producirá el año que viene, si Dios quiere.

Pero la crisis de confianza va mucho más allá. Aunque nadie se atreva a reconocerlo, la incertidumbre se proyecta sobre la validez de los principios y fundamentos del propio orden creado. El año anterior ya estaban presentes algunos de los síntomas, pero se taparon con la celebración en el Astoria y con la moralina que rodeó la tragedia de las Torres gemelas. En esta ocasión, ya sin coartadas, sólo quedan la inestabilidad y el desconcierto.

Las reiteradas crisis de multinacionales han descubierto cómo muchos de estos gigantes tenían los pies de barro. Se ha hecho patente la vulnerabilidad del sistema, sembrando de recelos el mundo empresarial. Ya nadie tiene certeza de quién es quién, cuáles son sus poderes y, sobre todo, de quién se puede fiar. ¿Cómo estar seguro en un orden tan volátil y fluctuante?

Algo está cambiando, cuando tanto el ministro de economía francés como el de finanzas alemán se atreven a proponer en Davos una redefinición del pacto de estabilidad, cuestionando con ello uno de los principios básicos de la ortodoxia neoliberal y fundamento, un tanto ilógico, de la Unión Monetaria Europea.

Los intereses económicos, sin embargo, a pesar de su desconcierto, se niegan a dar por muerto un orden que tantos beneficios les ha proporcionado. Predican la huida hacia delante, y arremeten contra los gobiernos europeos, especialmente contra Francia y Alemania. El presidente de British Petroleum les reprochó no haber acometido las reformas a las que se comprometieron en la cumbre de Lisboa. A lo que el ministro francés respondió: “Cumpliremos con Lisboa, pero en una democracia hay que convencer antes a la opinión pública y eso necesita tiempo”. He ahí el quid de la cuestión: democracia o imperio de los mercados, que es lo mismo que decir de la oligarquía económica y financiera.

En una democracia manda la opinión pública. A ésta, es verdad, se la puede manipular, intoxicar, engañar, pero cuando las contradicciones son tan grandes, antes o después comienza a despertar y no traga con bonitos cuentos infantiles. La opinión pública ha visto que con el neoliberalismo económico las tasas de paro se han disparado, los sistemas fiscales se han hecho más injustos, las condiciones laborales más precarias, el consumidor más indefenso y las prestaciones sociales más reducidas. Más reformas, no gracias. Ahí están los movimientos antiglobalización y el otro foro, el de Porto Alegre, que suscita cada vez mayor atención y simpatía. Dadas sus características, no valdrá quizás para elaborar una alternativa global –tampoco es ése su cometido- pero sí está sirviendo para denunciar los horrores a los que nos conduce el orden económico creado por el neoliberalismo.

Con formas más moderadas y aun cuando pertenecen a las elites gobernantes, algo parecido pretenden transmitir algunos mandatarios de América Latina. Nunca antes se habían visto reunidos en Davos tantos jefes de Estado de esas latitudes, y nunca antes la estrella invitada, el principal protagonista, el participante que despertó mayor atención -si descartamos a Powell por causa de la futura guerra- ha sido un gobernante del Tercer Mundo. Lula, que hizo doblete interviniendo en Davos después de haberlo hecho en Porto Alegre, habló de desigualdades, de injusticias, de la urgencia en establecer políticas redistributivas, de la hipocresía manifestada por los defensores del libre comercio que mientras protegen comercialmente a los países ricos exigen el desmantelamiento arancelario de los pobres. Se refirió a la necesidad de establecer disciplina en el flujo de capitales, y a la cooperación internacional para impedir la evasión monetaria hacia los paraísos fiscales. Propuso la constitución de un foro formado por los países industrializados y los grandes inversores para luchar contra el hambre y la miseria en el mundo. En suma, Lula da Silva pidió la reconstrucción urgente del orden económico internacional. Con seguridad, todo quedará en una bonita canción. Pero esta canción jamás se había escuchado en Davos, como tampoco se había escuchado nunca en ese escenario la afirmación rotunda de que: “El hambre no puede esperar”.