Bodas
reales
La boda del heredero de Noruega ha concitado
la atención de todos los medios de comunicación. No sólo los de papel cuché,
sino también los de información general. Hay que reconocer que el enlace tenía
morbo por las características de la novia, y, para nosotros los españoles,
porque dicen que si sí, que si no, que si hay bacalao entre una modelo
Noruega y el príncipe de Asturias. Estoy seguro de que, desde las más altas
instancias, se ha propiciado la información sobre este acontecimiento de Oslo.
Servía de antesala y justificación para lo que pueda venir en España.
Yo les confieso que con esto de la monarquía
me pierdo. No suelo entender nada; empezando porque no entiendo la propia
monarquía. Comienzo a sospechar, no obstante, que quizá no haya nada que
entender puesto que la monarquía no pertenezca al mundo de lo inteligible, del
concepto, sino al volitivo, al del mito, al de la adhesión incondicional.
Afirma Ernst Cassirer que “entre todos los fenómenos
de la cultura los más refractarios a un análisis meramente lógico son el mito y
la religión”. El creo porque es absurdo de Tertuliano aparece como el
último fundamento de la mayoría de las confesiones. Las monarquías, a su vez,
han estado emparentadas siempre con las religiones. En ciertas ocasiones, los
reyes se consideraban dioses o descendientes de los dioses; pero, en cualquier
caso, el origen del poder estaba en Dios. Reinaban por la gracia divina. Desde
esa óptica tenía cierta razón de ser la herencia.
La monarquía, como todo universo mítico,
depende de los ritos, símbolos y parafernalias con que se reviste. Privarla de
todos estos ornamentos es dejarla en nada. Pero lo cierto es que para salvarse,
para pervivir, se han visto obligadas a renunciar a muchas de sus pompas y
atributos. Se han hecho constitucionales y, por último, figuras decorativas, aunque con cada nuevo paso, con cada nueva
retirada, la monarquía se va diluyendo y escapándose entre las manos, se hace
inútil y carente de sentido.
Las monarquías absolutas y despóticas podían
ser monstruosas y contrarias a la concepción que hoy tenemos del hombre y de la
sociedad, pero dentro de su universo simbólico mítico-religioso poseían un
cierto significado. En cambio, las llamadas monarquías democráticas son en sí
mismas una contradicción. Tenía razón Pi i Margall
cuando afirmaba que “la república lleva sobre la monarquía la ventaja que lleva
todo lo racional sobre lo absurdo”. Si la soberanía nacional está en el pueblo,
ha perdido su razón de ser cualquier otro soberano. Reina, pero no gobierna,
¿hay alguna afirmación más descabellada y vacía de contenido?
Estos días, a propósito de la boda real en
Oslo y el hipotético compromiso del príncipe con Eva Sannum,
se ha hablado de modernizar las monarquías. Pero el problema es precisamente
ése, que la única forma de modernizar una monarquía es haciendo que
desaparezca.
Es perfectamente comprensible la irritación
de muchos monárquicos ante estas bodas. Vislumbran que a la institución sólo le
quedan ya los aspectos rituales y simbólicos: los uniformes, entorchados,
plumeros, carrozas y la conciencia de casta. Si se le priva de ellos se esfuma.
No queda nada.