Simonía
política
Uno de los gremios peor valorados en todas
las encuestas es el de los políticos, dato que, por una parte, debería
sorprendernos y, por otra, hacernos reflexionar. Sorprendernos porque si hay,
en teoría, una ocupación noble en una democracia esa debería ser la actividad
política. Hacernos pensar porque algo debe fallar cuando se produce este
fenómeno. Lo cierto es que, al analizar con algún detenimiento el funcionamiento
de nuestras instituciones, lo que termina resultando extraño es que la opinión
no sea aún más despectiva. La única explicación de que no lo sea radica en que
la mayoría de la sociedad vive bastante al margen del juego político y
desconoce casi todos sus mecanismos y entresijos.
Un último acontecimiento se presta a
ratificar lo dicho. El PNV venía dando apoyo parlamentario al PSOE en casi
todas sus leyes e iniciativas. Se supone que porque comulgaba ideológicamente
con ellas; pero, ¡oh, sorpresa!, basta que en el País Vasco le desalojen del
poder para cambiar radicalmente su voto en el Parlamento de Madrid, como si de
la noche a la mañana hubiesen cambiado sus convicciones y sus planteamientos
políticos. Lo grave es que lo llevan a cabo con todo el descaro y proclamando
abiertamente su amenaza y chantaje, y nadie se escandaliza viendo que se
trafica con el voto.
Esta postura está lejos de ser exclusiva del
PNV. Se extiende a la mayoría de los partidos nacionalistas e incluso a los que
no lo son. El PSOE sabe que si quiere conseguir el apoyo de CiU o de Esquerra
debe desbloquear la financiación autonómica y transigir dando un trato de favor
a Cataluña. Incluso el PSC ─que cuando quiere aparece como un partido diferente del
PSOE, pero que en realidad, desde principio de los ochenta, ha funcionado como
una federación más de esta formación política─ amenaza sutilmente con romper la
disciplina de voto en el Congreso si no se da cumplimiento al Estatuto tal como
ellos quieren.
Hagamos aquí un inciso para rebatir esa
afirmación que vienen repitiendo los partidos catalanistas de que es una
injusticia que la Generalitat de Cataluña reciba del Estado una cantidad por
habitante menor que la que reciben por término medio el resto de las
Comunidades. A mi entender, la injusticia se produciría si Comunidades como
Madrid, Cataluña, Baleares o Valencia obtuviesen más que la media. Dos razones
hay para que no sea así. La primera es que la esencia de toda política
redistributiva consiste en que las rentas altas no sólo contribuyan por encima
de la media sino también que perciban menos, porque su necesidad de servicios
públicos es menor. La mayoría de las prestaciones sociales van o deberían ir
para ciudadanos con menores ingresos. A pesar de lo escasamente redistributiva
que es la política presupuestaria de la Unión Europea, no me imagino a Alemania
declarando que como ellos contribuyen más deberían recibir también más. La
segunda razón radica en que a la hora de fijar las necesidades de recursos en
las distintas Comunidades Autónomas el criterio no puede ser exclusivamente el
número de habitantes. Variables tales como la densidad de población deben jugar
en la ponderación.
Pero dejemos el inciso y retornemos al tema
de la simonía política. El término “simonía” fue acuñado por la Iglesia y usado
especialmente en la edad media y quería designar el hecho reprobable de comprar
y vender cargos y beneficios eclesiásticos. Hacía referencia a la figura de
Simón el Mago que, según cuentan los Hechos de los Apóstoles, pretendió comprar
los favores religiosos al apóstol Pedro. Nuestros políticos, desde casi el
inicio de la democracia, han practicado la simonía política sin rubor alguno y
casi sin recibir por ello la menor recriminación.
Siempre que un gobierno se ha encontrado en
minoría ha tenido que comprar el apoyo de un partido nacionalista que se lo
concedía no en función del contenido de la ley o disposición a votar sino a
cambio de privilegios, la mayoría de las veces pecuniarios, para su territorio
o para su partido. ¿Qué diríamos, por ejemplo, de los consejeros de una
compañía, bien fuese pública o privada, que actuasen de forma similar?. ¿Acaso no estaríamos tentados de hablar de cohecho, de
estafa o de prevaricación?. La reforma de la ley
electoral es imprescindible, si queremos continuar tildando de democracia a
nuestro sistema político.