El endeudamiento público

El domingo 18 de noviembre, en el primer artículo de lo que al parecer va a ser su colaboración semanal en el diario “El Mundo”, Miguel Sebastián defendía una tesis muy discutible: el mejor índice de solvencia fiscal de un país es el porcentaje de la deuda pública respecto del PIB. En el artículo había –a mi entender– cosas ciertas y cosas bastante inexactas.

Comencemos por las ciertas. Se quejaba de que el partido en el poder y la oposición anduviesen a la greña acerca de si la despensa (entiéndase la Hacienda Pública) había quedado llena o vacía en el traspaso de poderes. Lo consideraba extraño cuando, en realidad, ambos gobiernos han realizado una política muy similar con respecto al déficit público. La observación me parece acertadísima y no dudo de su veracidad proviniendo de quien ha actuado de consejero áulico del actual presidente del Gobierno en buena parte de la legislatura.

Lo que no es tan cierto ya es que el porcentaje de deuda pública sobre el PIB mida sin más la solvencia de un país. Esta depende de más factores que del estado de las finanzas públicas. Hay que tener en cuenta el endeudamiento de las familias y, en cierto modo, el de las empresas. Sería más lógico fijarse, por tanto, en el déficit exterior, en la capacidad de financiarlo y en su correlato: la evolución del tipo de cambio de la moneda. Eso explica que haya países emergentes con un nivel muy bajo de endeudamiento, inferior al de casi todos los países occidentales, y, sin embargo, que encuentren dificultades a la hora de financiarse porque su solvencia esté en entredicho, y eso aclara también que EEUU, con un fuerte déficit público y por cuenta de renta, no tenga excesivos problemas de solvencia.

Pero es que, aun refiriéndonos exclusivamente a las finanzas públicas, hay que considerar otros parámetros además del stock de deuda pública. La solvencia de cualquier entidad, por supuesto incluyendo a las familias no depende exclusivamente de los pasivos. Hay que atender también a los bienes que posee, los activos. La objeción es bastante elemental: La reducción de deuda pública en nuestro país se ha debido en buena medida al proceso de privatizaciones. Se han vendido, como se suele decir, las joyas de la corona. El Estado ha perdido las empresas más importantes del país, la mayoría de ellas de servicios con demanda cautiva y garantizada, y que proporcionaban a la Hacienda Pública pingues beneficios, beneficios que ahora, acrecentados, se orientan al sector privado. Juzgar la solvencia de una empresa o de una familia únicamente por sus deudas sin tener en cuenta sus bienes y sus inversiones es una ingenuidad que pocos se atrevería a realizar. No se por qué debe ser distinto en el sector público.

Miguel Sebastián afirma que los ingresos y los gastos se pueden maquillar, pero el stock de deuda pública no; es, dice, como la prueba del algodón, que no engaña. ¡Qué ingenuidad! Son muchas las maneras de maquillar y ocultar el stock de deuda pública, la más sencilla mediante la creación o utilización de entidades públicas atípicas que se endeudan en lugar de una administración y con frecuencia con el aval o con la garantía de ella. No resulta demasiado difícil engañar a la Unión Europea de manera que estas cargas no computen como deuda pública.

Otro sistema puesto en circulación por Alemania, y copiado por otros países entre los que se encuentra el nuestro, es el que se conoce como “obras de abono total”. Las infraestructuras, lejos de pagarse según se van realizando por certificaciones mensuales, son financiadas por la empresa constructora y abonadas por el sector público al final de la obra o incluso algunos años después. Es evidente que se trata de un endeudamiento público, puesto que se le debe a la empresa adjudicataria, pero no figurará en las correspondientes estadísticas.

Existen aún otros sistemas más sofisticados de ocultar la deuda pública, como las autopistas con peaje en la sombra de Gallardón o los hospitales de Aguirre, por poner algunos ejemplos. En ambos casos, el sector privado realiza la inversión que piensa recuperar junto con los beneficios, año tras año, mediante los cánones o facturas que el sector público se ha comprometido a abonar en el respectivo contrato. Trascendiendo la forma jurídica y considerando exclusivamente la realidad económica, se trata de un endeudamiento público igual de cierto que si la Comunidad Autónoma hubiese construido directamente las carreteras o los hospitales, aunque al haberse seguido este procedimiento no figure en la cifra oficial de deuda pública. Algo similar se podría afirmar de muchas concesiones que en el fondo se configuran como la permuta de una inversión y su correspondiente endeudamiento por la cesión de una serie de ingresos futuros.

Parece ser que no es tan evidente que el stock de deuda pública sea como la prueba del algodón, y tampoco parece que la línea correcta de actuación sea siempre la de reducirlo. Ya hemos indicado que el resultado es muy dudoso cuando se realiza mediante privatizaciones, pero no solo lo es en este supuesto. El incremento del endeudamiento público puede ser perfectamente aceptable, incluso recomendable, si se trata de hacer inversiones productivas que van a generar beneficios futuros en la economía nacional y que pueden traducirse en mayores ingresos para el Estado. El concepto de inversión productiva no tiene por qué reducirse a las infraestructuras, puede extenderse a otros muchos campos como el de la educación o el de la sanidad.

Nadie se atrevería a asegurar que la política más conveniente en la economía doméstica o empresarial es la de reducir el endeudamiento a cero. No sé por qué entonces hay que aplicar esta regla al sector público. En economía, como en casi todo, las recetas simples pueden ser perjudiciales. El stock de deuda pública conveniente en cada país y en cada momento será distinto y dependerá de muchas variables. Pero para decidir la política presupuestaria adecuada lo que sin duda sí resulta imprescindible es conocer sin trampas ni maquillajes de qué nivel se parte. La limitación de la Unión Europea y la lucha política dificultan la transparencia y empujan a que nos hagamos trampa a nosotros mismos. Mal escenario para poder arbitrar una política fiscal correcta.