El poder teutónico

El poder teutónico intenta de nuevo apoderarse de Europa. Desea, sí, las ventajas que le reporta la Unión Monetaria, pero sin pagar el precio que de forma inevitable de ellas se deriva. Se beneficia considerablemente de la imposibilidad que los otros países tienen de devaluar sus divisas, pero es muy reacio a la hora de realizar las aportaciones necesarias y cuando lo hace, in extremis, impone condiciones draconianas.

Arrastrada por Alemania, la Unión Europea se adentra en el peor camino posible y, lejos de comenzar a corregir sus contradicciones, pretende colocar una nueva camisa de fuerza a los Estados, endureciendo el Pacto de Estabilidad. Resulta paradójico que el ECOFIN –en lugar de reunirse para planificar la forma de controlar los mercados y las entidades financieras, única manera de salir de la crisis– se dedique a someter a los Estados, forzándoles a acometer ajustes severos e ideando sanciones para los que no cumplan los preceptos dogmáticos de la estabilidad presupuestaria.

La Unión Monetaria se diseñó de acuerdo con los deseos de Alemania, y de ahí sus contradicciones. Impuso el esquema de funcionamiento del BCE cuyos defectos se han hecho sentir a lo largo de estos diez años –desentendiéndose del crecimiento- y especialmente en esta crisis en la que aparece de forma nítida que no dispone de los instrumentos de un verdadero banco central. Alemania impuso también el llamado Pacto de Estabilidad que Francia intentó maquillar añadiendo la palabra “crecimiento”. Estaba diseñado para controlar, según parece, a los países del sur de los que Alemania no se fiaba, pero curiosamente los primeros que lo contravinieron fueron Alemania y Francia que forzaron su interpretación para evitarse la humillación de ser sancionados. De este hecho partió, sin duda, el golpe de gracia para dejar el pacto convertido en papel mojado.

En realidad, el Pacto de Estabilidad no se ha cumplido nunca. En la misma constitución de la moneda única, los criterios de convergencia se flexibilizaron de manera que pudieran adherirse países que, como Italia, mantenían un stock de deuda muy por encima del 60%. En  la actualidad, no hay ni un país miembro que lo cumpla en sus dos vertientes: déficit público y deuda acumulada. El sectarismo alemán se pone de manifiesto cuando, a pesar de estar infringiéndolo en los momentos presentes, propone como sanción la retirada de fondos estructurales, sanción que –lógicamente– sólo es aplicable a los países receptores. 

Las turbulencias y dificultades por las que está atravesando la eurozona han provocado que comiencen a escucharse voces que manifiestan algo evidente: que una unión monetaria resulta inviable si no se acompaña de la unión fiscal. No obstante, se ha extendido un cierto reduccionismo que interpreta la política fiscal exclusivamente como el control del déficit público. La integración fiscal implica mucho más. Supone un sistema tributario único y un presupuesto común fuerte, capaz de cohesionar socialmente los distintos Estados o partes de la Unión. A esto, desde luego, se opone Alemania y quizás algunos otros países, con lo que se hace inviable a medio plazo el mantenimiento de la Unión Monetaria. Así lo perciben los inversores y especuladores y por ello apuestan contra el euro en la creencia de que, antes o después, la Unión Monetaria saltará por los aires.

Pero en cualquier caso lo que carece de todo sentido es que Alemania pretenda, una vez más, ocultar las contradicciones y carencias de la Unión poniendo en la picota como único problema los desequilibrios presupuestarios de los Estados miembros; y más grave es aún que los gobiernos del resto de los países acepten este diagnóstico y se plieguen a instrumentar en sus Estados ajustes muy duros que van a eliminar cualquier esperanza de recuperación a corto plazo.