Un mal ejemplo para las autonomías

Con ocasión de la cascada de declaraciones que se están produciendo relativas a la financiación de las Comunidades Autónomas, el periódico El País del día 11 de mayo publicó un editorial que titulaba “Ejemplo para los españoles”. El modelo a imitar, según el editorialista, era la Unión Europea; el aspecto concreto, la financiación autonómica, que debía asemejarse a las asignaciones presupuestarias entre los países miembros.

Pocos alegatos tan rotundos en contra del Estado de las Autonomías como el citado editorial, aun cuando es seguro que su autor no lo pretendía. Si España tiene que copiar a Europa en esta materia, entonces sí que en nuestro país se habrá llegado a la desintegración, al menos en los aspectos económicos y financieros; porque si de algo carece la Comunidad es de una hacienda pública común que se pueda denominar tal. Casi todas las críticas que, en especial desde la izquierda, se han vertido en contra de la Unión Europea se han centrado en el hecho de que la Unión está basada exclusivamente en la de los mercados -incluidos los financieros- y en la creación de una moneda única conveniente para que funcionasen, pero desprovista de una mínima integración en los aspectos fiscales y presupuestarios.

La Unión Europea carece de impuestos propios. Todos los tributos son de los Estados miembros y, como es de suponer, con una gran disparidad. En presencia de libre circulación monetaria y financiera los capitales tienen capacidad de presionar y chantajear a los Estados, entre otras cosas para que se reduzca la carga impositiva. Los Estados se lanzan a una carrera competitiva para atraer recursos e inversión, de manera que los sistemas fiscales van evolucionando progresivamente hacia los impuestos indirectos y sobre las nóminas, liberando de todo gravamen a las rentas de capital y a las empresas. ¿Es este esquema el que queremos importar para España? Si los efectos van siendo nefastos cuando se trata de Estados, consideremos las consecuencias si se aplicase totalmente a las Autonomías.

La Unión Europea carece también de un presupuesto que pueda recibir en sentido estricto tal nombre. Su cuantía no alcanza ni el 1,25% del PIB comunitario. El presupuesto del Estado más liberal del mundo, o del más anémico, estarán muy por encima de esta cuantía. Un presupuesto tan raquítico difícilmente va a poder cumplir la función de cohesionar los distintos territorios y compensar las desigualdades entre ellos. ¿Queremos que ocurra lo mismo en las finanzas públicas españolas?

En la Unión Europea los contribuyentes y receptores del presupuesto no son las personas, sino los Estados. Las consecuencias son evidentes. En primer lugar, este sistema tiene infinitamente menos potencial redistributivo que un sistema fiscal único en que dos ciudadanos tributan y reciben lo mismo sea cual sea su nacionalidad. Y en segundo lugar, propicia el enfrentamiento entre territorios al poner de manifiesto de forma clara el carácter de contribuyente o receptor neto de los distintos Estados. Los países ricos pondrán abiertas reticencias al considerar su saldo negativo como una especie de donación a los pobres, en lugar de un resultado de la equidad horizontal. Lo hemos presenciado recientemente con las protestas alemanas. No es de extrañar que con este modelo se tienda a reducir progresivamente la cuantía de los flujos. ¿Queremos que sea esta la ley que impere entre los territorios españoles? Sin duda, a incrementar este pensamiento va encaminada la elaboración y publicación de las balanzas fiscales.

Las graves deficiencias que en materia fiscal y presupuestaria caracterizan a la Unión Europea aparecen de forma incuestionable cuando se la compara con la unión realizada entre las dos Alemanias. La transferencia de recursos efectuada de la Occidental a la Oriental está a años luz de la llevada a cabo por la raquítica política de cohesión europea. ¿Qué unión deseamos para España, la primera o la segunda?

El editorialista citado, en ese afán irenista de dar por bueno el laberinto creado y de compaginar lo que resulta irreconciliable, afirma que Europa en las negociaciones utiliza a la vez la bilateralidad y la multilateralidad, y que ese sistema es el que se debe aplicar en España. Tal afirmación resulta bastante inexacta. Los acuerdos en Europa son globales, se realizan bien por aprobación del Consejo o del Parlamento, lo que ciertamente no es óbice para que se produzcan todas las conversaciones preparatorias que se deseen, a dos bandas, a tres o a cinco. Pero no parece que sea este el concepto de bilateralidad que establece el recién aprobado Estatuto de Cataluña y que reclaman los catalanes. Me temo que en este aspecto ni siquiera llegamos a asemejarnos a la débil unidad europea.