Un
euro fuerte
Antigua, aunque olvidada, es la distinción entre
valor y precio. El valor es intrínseco a la cosa; el precio depende del
mercado, de la oferta y de la demanda. En los antiguos manuales de economía
para ilustrar la diferencia se solían citar bienes como el aire o el agua, de
gran valor pero carentes de precio. Hoy seguramente el agua ya no seria un buen
ejemplo.
La hegemonía ideológica del neoliberalismo económico
ha enaltecido el precio hasta hacernos olvidar el valor, con lo que se introducen
múltiples distorsiones en el análisis económico y las opciones escogidas no
siempre son las más acertadas. Entre los muchos defectos del precio, se
encuentra su relativismo, difícil muchas veces de explicar y más aún de
justificar. Durante los periodos de euforia financiera, el precio de las
acciones se incrementa día a día sin razón aparente, y sin que guarde ninguna
relación con el valor de las empresas. Y también sin razón aparente en un plazo
muy breve de tiempo, la burbuja financiera se desinfla, disminuyendo el valor
(el precio) de los títulos, hasta el extremo de dejar reducidos a la mitad
muchos de los patrimonios bursátiles.
El euro
durante sus dos primeros años se depreció frente al dólar más de un 40%, y en
los últimos años se viene apreciando en un porcentaje similar. ¿Por qué el euro
vale ahora un 40% más de lo que valía en octubre del 2000? ¿Cuál es su valor
real, el de ahora o el de entonces? Los economistas se esfuerzan por
proporcionar toda clase de explicaciones sin que en realidad aclaren nada.
Porque la única explicación convincente es la versatilidad del mercado, tanto
más versátil cuanto de más libertad goza y cuanto más hemos renunciado a
regularlo.
Si en algo
existe coincidencia, es que tanto las burbujas especulativas y sus consiguientes
pinchazos como la versatilidad en los tipos de cambio no son buenas para la
economía. Pero mientras continuemos inclinándonos ante dogmas como el de la
libertad de circulación de capitales deberemos acostumbrarnos a la anarquía de
los mercados financieros. Tampoco puede extrañarnos que por primera vez desde
1929 comience a escucharse la palabra deflación. La aceptación de la
intervención pública en los mercados y en la economía nos había librado de tan
temido fenómeno, hasta el extremo de olvidarlo. Pero, por ello, es lógico que
según retornamos a los principios y normas del liberalismo, su amenaza se haga
cada vez más presente.
El
neoliberalismo económico surgió principalmente en EEUU, pero curiosamente el
proceso de creación de la Unión Europea ha ido importando tales principios
hasta el punto de incorporarlos como dogmas a su modelo. Europa se debate al
borde de la deflación y sin embargo la Comisión continúa impertérrita
defendiendo el fuerte corsé del Pacto de Estabilidad. Y qué decir del BCE que
se niega a bajar los tipos de interés, aun cuando en Europa son casi tres veces
mayores que en EEUU, y el dólar continúa depreciándose frente al euro.
Hoy son
muchos los que critican al BCE por su cerrazón monetarista. Pero lo que falla
no es tanto su actuación como el modelo. Algunos ya lo señalamos desde el mismo
momento de su creación. El modelo es antidemocrático, al entregar a una
institución irresponsable políticamente un área tan sensible e importante para
el bienestar de la sociedad como la política monetaria; y es contradictorio y
de consecuencias impredecibles al asignar a esta institución el control de la
inflación como objetivo exclusivo, sin importar el precio a pagar en
crecimiento y empleo.
Si la deflación asusta no es obviamente porque la
inflación sea baja o incluso negativa, sino porque tal fenómeno va acompañado
de recesión económica y desempleo. Los que han creído que podían divorciar
tales fenómenos se han olvidado de la historia, y han hecho de lo que tan sólo
es una excepción -la estaflación-, la norma.
Los
profesos del neoliberalismo económico, entre ellos los representantes de la
Comisión, se empeñan en cantarnos las excelencias de un euro fuerte. Todo se
reduce a señalar que así las importaciones se abaratan, con el consiguiente efecto
beneficioso para el control de los precios. Pero cuando Europa se acerca a la
deflación no es precisamente el incremento de precios lo que puede
desasosegarnos, sino la atonía de la actividad económica y el paro. Un euro
fuerte nos hace perder competitividad frente al exterior, al encarecer
absurdamente nuestros productos con respecto a los países del área del dólar,
dificultando así las exportaciones y el turismo, y permitiendo que los
productos extranjeros lleguen a Europa a precios más competitivos.
Los mismos que andan todo el día predicando que los
países europeos tienen que reducir las cargas sociales y el Estado del
bienestar para ser más competitivos son los que ahora, con el argumento de que
Europa es un espacio bastante cerrado, desde el punto de vista comercial, no
dan importancia a que se pierda competitividad simplemente por el prurito de
tener una moneda fuerte. Vivan las contradicciones.