Los impuestos, estúpidos, los impuestos
El elevado déficit
público ha puesto patas arriba todas las partidas de gasto: la sanidad, la
educación, las infraestructuras, las pensiones, la dependencia, la
investigación, la justicia, la Administración en general; sin embargo, tanto el
último gobierno de Zapatero como el actual de Rajoy son remisos a enfrentarse
con la verdadera causa: la caída de la recaudación. Ello tiene quizá fácil
explicación: los intereses en juego que se mueven entre bambalinas. Ahora bien,
corregir el déficit resultará imposible sin acometer una reforma fiscal en
profundidad.
La caída de la
recaudación se considera un efecto lógico de la crisis. Al bajar la actividad
económica, los ingresos públicos se resienten; pero lo cierto es que la
reducción ha sido mucho más pronunciada de lo que cabría esperar. De 2007 a
2011, la presión fiscal en España ha pasado del 37,3 al 31,6 %, una bajada
cercana a los seis puntos, el 15,28% de descenso para ser exactos. Si
consideramos que la presión fiscal es un cociente entre la recaudación y el PIB
y que ambas magnitudes deberían seguir una evolución similar, lo razonable
habría sido que esta magnitud se hubiera mantenido constante, pues si la
recaudación cae, también lo hace el PIB -se supone que más o menos en la misma
medida.
Deberíamos plantearnos
qué es lo que ha ocurrido y continúa ocurriendo con nuestro sistema fiscal para
que presente un comportamiento tan irregular y tan distinto del de la mayoría
de los países de la OCDE, cuya presión fiscal ha subido en este periodo. Desde
principios de los noventa las reformas fiscales han servido para, lejos de
corregir los defectos que aún arrastraba el sistema tributario, ahondar más en
ellos reduciendo la progresividad y la suficiencia. Especialmente significativos
son los doce años que transcurren desde 1996 hasta el comienzo de la crisis, es
decir las dos legislaturas de Aznar y la primera de Zapatero, en las que, tanto
desde el punto de vista normativo como desde el práctico, (en la persecución
del fraude,) la Hacienda pública experimenta un fuerte deterioro. Son los años
en los que bajar los impuestos es de izquierdas de Zapatero o los de la curva
de Laffer mal aprendida por Aznar; en los que
cualquier pichichi del PP repetía como un papagayo que bajando los impuestos se
recaudaba más. Todo se cubría con la burbuja inmobiliaria y financiera y, al
igual que creaba una sensación falsa de riqueza, originaba también la creencia
de que el sistema fiscal mantenía su potencial recaudatorio. No obstante, fue suficiente
que se pinchase la burbuja para que ambos espejismos se esfumasen.
Las reformas no solo han
dañado la capacidad recaudatoria, esto es la suficiencia del sistema para
atender las prestaciones y servicios públicos del Estado social, sino también
la progresividad, redistribuyendo la carga fiscal en contra de las clases bajas
y medias y a favor de las adineradas. Ello junto con el hecho de que el coste
de la crisis está incidiendo mucho más sobre las primeras que sobre las
segundas explica que los ingresos del Estado se estén reduciendo en mucha mayor
medida de lo que lo hace el PIB, ya que la renta de los que pagan impuestos
(las rentas bajas) disminuye más que la media. Desde el año 2000 la
remuneración de los trabajadores ha pasado de absorber el 50% de la renta
nacional a hacerlo en un 45%, mientras que el excedente empresarial (beneficios
y rentas de capital) seguía el camino inverso, del 45% al 50%.
Si se pretende de verdad
corregir el déficit no queda más remedio que enfrentarse con los ingresos. En
especial, habrá que promover por fuerza una distribución más equitativa de la
carga fiscal, lo que conduce como primer tema a la lucha contra la evasión.
Hace por lo menos veinte años que no existe voluntad política para perseguir el
fraude, incluso se ha cambiado la normativa para hacerla más permisiva, por
ejemplo la Ley General Tributaria en tiempos de Aznar. Hoy los defraudadores
saben que cuentan con patente de corso. De ahí que la amnistía fiscal de Montoro haya sido un estrepitoso fracaso. Dejando al margen
su posible iniquidad, una amnistía fiscal solo puede tener éxito si al mismo
tiempo se transmite la certeza de que a partir de ese momento no va a haber
tregua en la lucha contra la evasión.
La primera condición para
obtener resultados positivos en la lucha contra el fraude es conseguir que cale
en la sociedad la idea de que de los impuestos dependen, tal como estamos
viendo, las pensiones, la sanidad, la educación, la igualdad en la justicia,
las obras públicas y tantos servicios públicos, y que, en consecuencia, el que
defrauda está cometiendo no una falta, sino un delito contra toda la sociedad.
Su fraude puede ser la causa de la muerte de un niño por falta de asistencia
sanitaria, el paro de muchos trabajadores o el desamparo de un anciano. Robar a
toda la comunidad debe ser tenido como delito de tanta o mayor gravedad que
robar a un particular. El defraudador fiscal se apropia de dinero público, por
lo que se le debería juzgar con la misma severidad que empleamos a la hora de
hablar de la corrupción de los políticos o de los empleados públicos. Y a la
lucha contra la evasión fiscal se tendría que aplicar todo tipo de medios, aun
los más extremos, aquellos que la sociedad emplea para defenderse ante los
delincuentes.