España pierde en Europa

La semana pasada ha sido pródiga en enfrentamientos entre Gobierno y oposición. La aprobación de los presupuestos europeos ha originado las posturas más encontradas: lo que para el Gobierno es un gran éxito, para el Partido Popular constituye un fracaso estrepitoso. No hay por qué extrañarse, ocurre con la práctica totalidad de los temas. Estamos acostumbrados a que los políticos asuman con gran sectarismo posturas contrapuestas de manera que todo o es blanco o es negro. No existen los matices ni las concesiones, olvidando que en la vida social y política, por el contrario, casi todo es gris. Bien es verdad, y es lo más grave, que en esto no se diferencian de los periodistas y de los medios, éstos también se alinean en uno u otro bando con total dogmatismo. Algún día hablaremos de ello.

Ahora volvamos a la cumbre europea y a la pregunta de si el resultado ha sido positivo para España. Nótese que la pregunta se hace en clave nacionalista. Tal como Europa está configurada –ya lo decíamos hace quince días—, no cabe otra alternativa. No es posible plantear la cuestión en términos de clase o de grupo social. Se desconoce –y parece que no importa demasiado– si estos presupuestos benefician a las clases altas o bajas, o si favorecen la educación, la sanidad o las armas. Lo único que cabe debatir es qué países han ganado y cuáles han perdido.

No parece, desde luego, que haya motivo para adoptar la postura triunfalista del Gobierno. Si España debe colocarse en algún grupo es en el de los perdedores; si se quiere decir de forma más elegante, entre aquellos países que “más han sacrificado para llegar al acuerdo”. Blair no se ha cansado de decirlo. Es cierto que sus palabras estaban originadas en buena medida por la necesidad de defenderse de la crítica interior; una forma de excusar ante los ingleses sus propias cesiones. De cualquier modo, lo cortés no quita lo valiente, porque cuando se trata de escoger un país para utilizarlo en su discurso, entre los veinticinco selecciona a España, por algo será.

Y es que, ciertamente, España no sale bien parada de esta aventura. Conformarse con no llegar a ser contribuyente neto es una meta bastante poco ambiciosa. Aun contando con el efecto estadístico, la renta per cápita española se sitúa todavía por debajo de la renta per cápita media de la Unión, y la diferencia sería mayor si la comparación se hiciese en términos de paridad de poder de compra, dado que la inflación en nuestro país ha subido más que en el resto de los países miembros. Carece, por tanto, de toda lógica que España pasase a ser contribuyente neto.

Quizás el razonamiento debe plantearse en términos de cambio. ¿Qué es lo que se modifica en estos presupuestos? El factor decisivo es la ampliación. Abstrayendo de moralinas y de esquemas sensibleros de cohesión en los que nadie  cree, la ampliación, como todas las realidades de la Unión, se reduce a un asunto crematístico. Los antiguos socios pagan por apoderarse de esos nuevos mercados que ambicionan. La ampliación tiene un coste porque proporciona también importantes beneficios a los países ricos de Europa. El problema estriba en saber si hay correspondencia entre los que reciben los beneficios y los que asumen los costes. Y ahí empieza el desajuste.

El PP tiene razón cuando señala que España, con el 8% de la renta europea, ha asumido el 25% del coste de la ampliación. Resulta, sin duda, desproporcionado y tanto más cuanto que por la estructura del comercio exterior no parece que España vaya a estar entre los países que más se beneficien de la ampliación. Son, por el contrario, países como Alemania, Holanda, Francia e Inglaterra los más favorecidos; pero también los que en términos relativos menos aportan. Concretamente Alemania, que se ha negado a incrementar ni siquiera un euro su contribución, cuando además es el que más interés tiene en la apertura a la Europa del Este.

En lo que no tiene razón el PP es en hacer recaer toda la responsabilidad en el actual Gobierno. En esta cumbre poco se podía hacer ya. El momento de plantarse pasó hace bastante tiempo. Nunca se debió aprobar la ampliación sin delimitar previamente el problema presupuestario y financiero. No resulta demasiado consecuente incorporar diez nuevos países y, a la vez, reducir en lugar de aumentar los fondos presupuestarios. España, -al igual que hizo Francia con la política agraria-, tendría que haber condicionado la ampliación a un presupuesto que le satisficiera y haber forzado a los países con mayores intereses en los nuevos mercados a que asumiesen el coste presupuestario como contrapartida.