El
gato al agua
En la más pura
tradición de adoptar las medidas impopulares en el mes de agosto, el Ministerio
de Economía ha anunciado su voluntad de conceder vía libre hasta el año 2010 a
las compañías eléctricas para que eleven sus tarifas. De nuevo, el Gobierno da
marcha atrás y donde dije digo, digo diego. En el año 2000 el vicepresidente
económico había prometido que, para el uso doméstico, las tarifas eléctricas
descenderían en los tres años siguientes un 9%. Pues nada de nada. Como mucho,
la rebaja se quedará en el 4%.
Todo hace pensar que una vez más la
presión de las grandes compañías ha terminado por torcer los planes
gubernamentales, y que el Ejecutivo se ha plegado al chantaje del sector
eléctrico. Chantaje, no cabe otro nombre para los estratégicos cortes de luz
acaecidos el pasado diciembre en Madrid, Cataluña y Valencia, y las
consiguientes advertencias de las sociedades de que no asegurarían el
suministro en el futuro si no se subían las tarifas, incremento que juzgaban
imprescindible para acometer nuevas inversiones.
El planteamiento no deja de ser
chusco. Y sólo en una sociedad acostumbrada a dar por buenos los mayores
contrasentidos económicos con tal de que los pronuncien personas consideradas
importantes y que lo hagan con solemnidad, puede mantenerse un argumento tan
ilógico, o al menos tan descarado. Rompe con todos los esquemas de la
contabilidad y de la gestión de las empresas. Si una cadena hotelera plantease
que, ante la avalancha de nuevos turistas, precisa construir más hoteles, su
afirmación nos parecería lógica, pero la pondríamos de vuelta y media si a
continuación afirmase que para financiar esos nuevos establecimientos no tiene
más remedio que subir los precios de las estancias en los antiguos. Este es el
discurso de las compañías eléctricas.
Nadie duda de que la demanda de energía
eléctrica se está incrementando en nuestro país, y que
debido a ello se precisan nuevas inversiones; pero lo adecuado es financiar
éstas con reservas, en caso de haberlas, o de lo contrario con ampliaciones de
capital o con endeudamiento, nunca con la cuenta de resultados.
Lo que se deduce es que en este
sector, como en otros muchos, la cacareada globalización y liberalización es
una falsedad. Las dos principales compañías controlan el 70% y el suministro
exterior está completamente cerrado. Pero eso sí, esa falsedad se ha utilizado
como excusa para privatizar una empresa como Endesa que generaba cuantiosos
beneficios al erario público y, lo que aún es más grave, para entregar un
servicio estratégico y con una demanda cautiva a los intereses privados. No hay
ningún riesgo para el capital ni para la gestión. En cualquier caso, el
beneficio se ve garantizado mediante el mecanismo de colocar las tarifas al
nivel que se juzgue necesario. Se puede gestionar bien o mal, se pueden
realizar todo tipo de estrategias arriesgadas o aventuras exteriores. Si la
cosa va bien, los beneficios extraordinarios son para la empresa; si hay
dificultades, no hay problema, se elevan las tarifas.
La reducción de las tarifas efectuadas
desde 1997 no ha tenido su origen, como a menudo se afirma, en el proceso de
liberalización, sino en el abaratamiento del precio del dinero. Algo que se
oculta a menudo es la importancia que los gastos financieros tienen en la cuenta
de resultados de las eléctricas. La disminución de los costes financieros ha
dejado margen para reducir las tarifas en mucha mayor medida de lo que se ha
efectuado.
Si ahora algunas agencias modifican la
calificación de determinadas compañías eléctricas, nada tiene que ver con el
descenso realizado en las tarifas, sino con los avatares de la economía
latinoamericana y con el riesgo que en esas latitudes han asumido dichas
sociedades.
El precio de la electricidad en nuestro país
es de los más altos de Europa. Y se pretende después dar lecciones a otros
Estados como Francia, instándoles a que privaticen sus empresas eléctricas. Con
razón se resisten. Políticas como las llevadas a cabo con la electricidad,
teléfonos, hidrocarburos, etcétera, explican el diferencial de inflación que
año tras año conservamos con Europa, diferencial tanto o más peligroso cuanto
que ya, a partir de la Unión Monetaria, el tipo de cambio es fijo. Si
mantenemos la competitividad es gracias a que los salarios están renunciando al
crecimiento real que les correspondería del incremento de la productividad y
compensan así, al menos en parte, los desafueros cometidos en gran número de
mercados cautivos. Sin duda es un modelo de crecimiento. Veremos adónde nos conduce a largo plazo.