El estado de la Nación

Yo lo llamaría más bien "debate acerca del estado de los lideres políticos". No parece que, en realidad, a nadie le importe cuál es el estado de la nación, y la situación de los españoles. Todo el interés se orienta a saber si Aznar va a vencer a Zapatero o viceversa. Es un mero espectáculo, un pugilato.

El enfrentamiento ni siquiera discurre sobre las ideas o las propuestas políticas de los beligerantes. Lo que se valora es la retórica, la brillantez y el desparpajo en las respuestas, la seguridad en las afirmaciones, en definitiva, la puesta en escena. Porque en el fondo se trata de eso, de una representación en la que el espectador, fundamentalmente los medios informativos, van a observar cómo las dos estrellas principales interpretan su papel. Los actores secundarios apenas cuentan.

Difícilmente podría ser de otra manera. El hemiciclo se ha hecho demasiado gris, monótono hasta en su forma de vestir, homogéneo. La única diferencia radica en el puesto que se ocupa. Según se esté en el Gobierno o en la oposición, la cantinela será una u otra, pero el libreto se conoce ya de antemano, por lo que el único y verdadero interés está, forzosamente, en la manera de interpretarlo.

El presidente del Gobierno enumera todos los factores positivos que rodean a la sociedad española, y oculta todos los negativos, incluso muchos negativos, por arte de magia y de la retórica se convierten en positivos; y este sugestivo y placentero escenario aparece, por supuesto, como logro y fruto de la benemérita acción del partido popular.

Rodríguez Zapatero, ha de mantener la postura contraria y señalar penurias, lacras y problemas. No es demasiado difícil. La dificultad radica en plantear desde el PSOE cualquier alternativa coherente, cuando su dirección profesa una ideología y una orientación política muy similar a las del gobierno del PP, y cuando se ha fijado como único objetivo el pacto y el consenso. Por ello no puede sorprendernos que, con antelación, hubiese ya anunciado que el núcleo duro de su intervención iba a versar sobre política internacional, mucho menos comprometida, y en la que cabe todo si se está en la oposición.

Pero ambos contrincantes son conscientes de que su discurso sería el inverso si fuese el PSOE el que se encontrara en el gobierno y el PP en la oposición. Zapatero haría el discurso de Aznar y Aznar el de Zapatero.

Cada vez más, la oposición, la verdadera oposición, no se encuentra ya en el Parlamento. En el Congreso todos son gobierno, todos participan de un mismo proyecto político. Incluso se reparten los cargos y las prebendas. Tienen, en el fondo, los mismos intereses. Y hasta se intercambian, si viene al caso, a los mismos tecnócratas. Se puede ser Director General con González y director del CESID con Aznar.

La oposición, de existir, está en la calle. Oposición, si se quiere, incipiente, utópica, confusa y confundida, heterogénea y a veces contradictoria y violenta, pero oposición al fin y al cabo. El debate estuvo más el domingo pasado en Barcelona, que estos días en el Congreso.

La oposición, hoy, se llama antiglobalización. Antiglobalización que nada tiene que ver con ese monigote que se construye desde el poder para poder vapulearle fácilmente; en ningún caso comporta estar en contra de la tecnología y de los adelantos científicos, y mucho menos renegar del internacionalismo. Es mas bien el repudio de un modelo que, con el pretexto de las mayores facilidades en la comunicación y el transporte, propugna la ley del más fuerte en las relaciones económicas, tanto internacionales como nacionales.

Una oposición que se enfrenta al pensamiento único y al neoliberalismo económico, que no puede aceptar impasible que 50 personas acumulen la misma riqueza que la mitad de la Humanidad.

No hay debate sobre el estado de la nación, porque en el Parlamento no hay oposición. Tampoco la había con el turnismo de Cánovas y Sagasta. La oposición estaba, como ahora, en la calle. Hasta 1910, con Pablo Iglesias, el antiguo partido socialista no consigue su primer acta de diputado. Estamos retornando al sistema económico del pasado, no podemos extrañarnos de que nuestro sistema político también retroceda hacia el pasado.