Arde el Estado

La historia se repite tediosamente. Apenas hay variaciones; si acaso, los actores intercambian los papeles que interpretan. Con los incendios de Guadalajara se han sucedido idénticos fenómenos que a propósito de la catástrofe del Prestige: incapacidad del sector público para dar respuesta en tiempo y forma, y unos políticos que se aprovechan e intentan arrimar el ascua a su sardina. Todo, todo vale con tal de desgastar al adversario. Demagogias con las cacerías o con la ópera. Una actividad política planteada en estos términos no puede por menos que dar arcadas. Después se quejan de que la política está desprestigiada.

Sin embargo, y lo mismo que con el Prestige, nadie se ha planteado seriamente el porqué, y el porqué es relativamente simple. En determinados momentos críticos, al margen de la mayor o menor incompetencia de los gobiernos, el Estado no puede dar respuesta por la sencilla razón de que nos hemos quedado sin Estado. Se ha aceptado acríticamente que la descentralización política realizada mediante el proceso autonómico incrementaba la eficacia de la Administración; pero no ha sido así, entre otras razones porque se han destruido todas las economías de escala, y cada una de las Comunidades Autónomas se muestra incapaz de dar respuesta en solitario a determinadas catástrofes o problemas complejos. La Administración central, tras la transferencia de competencias, tampoco está en la mejor de las situaciones y la coordinación de las Comunidades Autónomas con el Estado y de éstas entre sí resulta difícil y llena de obstáculos, complicándose hasta el infinito cuando el diálogo debe hacerse entre gobiernos de distinto signo político.

En casos como el del Prestige o el del incendio de Guadalajara, este déficit de medios y de coordinación se hace patente al gran público. Otras veces, como cuando se trata de política económica, o de sanidad, está más oculto y su inferencia resulta más difícil, pero no por ello es menos cierta y real. Paradójicamente, todos miran al Gobierno central exigiendo soluciones, olvidando que éste apenas tiene ya competencias. Si descontamos la Seguridad Social , la Administración estatal maneja tan sólo el 17% de todo el gasto público.

Pero no ha sido sólo el proceso autonómico el que está deteriorando el Estado, también colabora una ideología liberal que se ha propuesto como finalidad cercenar sus dimensiones privándole de casi todos sus medios. Se le ahoga financieramente reduciendo los impuestos y anatematizando el déficit por pequeño que sea, se condena el gasto público y se defienden las privatizaciones. Al mismo tiempo, se despoja progresivamente a los poderes públicos de toda función reguladora, apostando por que sean los mercados -como se dice eufemísticamente- los que dicten las normas. Se propician uniones como la europea en que, si bien se sustraen competencias de los Estados nacionales, no se crean uniones políticas a mayor escala capaces de sustituirlos.

Después de este desmantelamiento progresivo, ¿nos puede extrañar que el sector público sea incapaz de cubrir contingencias como la vejez, la enfermedad o el paro? ¿Por qué pedimos cuentas a los gobiernos por la inflación o la marcha de la economía si antes se les ha desposeído de los instrumentos para controlarlos? ¿Por qué nos asombra que los servicios públicos funcionen deficientemente o sean incapaces de solucionar las situaciones de emergencia si hemos optado por lo privado y saludamos con alegría cualquier programa de jibarización del Estado? Al menos, seamos consecuentes, dejemos de quejarnos.