La
liberalización de las líneas aéreas
“El
ser social determina la conciencia”. Hace bastantes años que lo proclamó Marx
y, en muy buena medida, tenía razón. Son los intereses -en primer lugar, los
económicos- los que alumbran los discursos. Solo esto explica que podamos
seguir manteniendo ciertas doctrinas y defendiendo determinadas posiciones que
se han demostrado totalmente falsas. Es inconcebible que después de tantos años
y fracasos continuemos asumiendo como axiomas incuestionables la globalización
y la liberalización de los mercados.
Un accidente,
y más si es de aviación, siempre es un hecho complejo en el que con toda
probabilidad interviene un gran número de factores. Sería por tanto una osadía
aventurar la causa o causas de la tragedia de Barajas, pero de lo que no cabe
duda es de que el proceso de liberalización de las líneas aéreas, con la
supresión de las compañías de bandera y el nacimiento de las de bajo coste,
incrementa la desconfianza y nos introduce en un mar de dudas. Esos bajos
costes solo pueden provenir de una peor calidad del servicio, de la que no se
librará la seguridad, y de un ahorro en gastos de personal, que también
afectará a su cualificación y, por ello, de nuevo a la seguridad. En estas
condiciones resulta difícil saber quién es quién, quién está detrás de cada compañía,
por qué situación está pasando y cuáles son sus medios y procedimientos. Total,
que antes de sacar un billete de avión vamos a tener que hacer una tesis
doctoral o un proceso de investigación, y ni siquiera eso nos valdrá porque
cuando hayamos creído encontrar la compañía ideal puede ocurrir que esta haya
decidido fletar el avión a otra con tripulación incluida.
Se
dirá que para eso están los organismos reguladores. Pero, he aquí otra
paradoja. Primero quitamos la responsabilidad al Estado con el pretexto de que
no nos fiamos de su eficacia, y después le hacemos responsable de una tarea
harto más difícil. El Gobierno, mal que bien, era capaz de garantizar el
funcionamiento adecuado de una compañía, la de bandera, que era pública, y si
no, al menos sabíamos a quién teníamos que exigir responsabilidades. Ahora,
después de haber privatizado prácticamente todo, se pretende que con unos
servicios descapitalizados como los que constituyen la Administración actual, y
en la que todas las actividades se externalizan, se pueda controlar el funcionamiento
de todas las compañías.
El
colmo de la ingenuidad (o del interés, que nunca se sabe) es creer que la
solución radica en convertir la Dirección General de Aviación Civil en agencia.
Tal planteamiento obedece a una mentalidad mágica de la Administración, que
considera que todo se arregla con modificar la naturaleza jurídica del servicio
administrativo correspondiente. La experiencia dice más bien lo contrario, que
ese proceso centrífugo de crear entes, organismos reguladores, fundaciones,
agencias y demás engendros administrativos nunca ha solucionado nada, más bien
lo único que ha conseguido han sido mayores cotas de descontrol político y
administrativo, con un riesgo añadido de arbitrariedad y corrupción.