Las
medidas falsamente necesarias
Una
superchería domina a menudo el discurso económico, la de la necesidad. Es
frecuente escuchar a los gobiernos que tal o cual medida es necesaria. “Ya nos
gustaría no tener que hacerlo, pero no queda otra alternativa”. Y esta letanía
es recogida y difundida por los altavoces mediáticos de los poderes económicos
que lo repiten una y otra vez, hasta que la población acaba aceptándola como
verdad indiscutible. Sin embargo, pocas realidades serán tan contrarias a la
ciencia económica como la necesidad. La
economía comienza como disciplina allí donde se da la posibilidad de elegir
entre distintas opciones. En presencia del determinismo, el problema económico
desaparece.
Según
la famosa definición de Robbins, dos son los
parámetros que enmarcan la actividad económica: la escasez y la alternancia. Si
falta cualquiera de estos elementos no podemos hablar de problema económico.
Escasez no se identifica con necesidad, sino con limitación. Los recursos son
limitados pero de usos alternativos. Y ante cualquier medida económica siempre
caben una o varias opciones. Bien es verdad que la elección de una u otra nunca
suele ser neutral. Se beneficia a determinados grupos y se perjudica a otros.
Desde
mayo de 2010, los sucesivos gobiernos, primero el del PSOE y más tarde el del
PP, han ido adoptando todo un abanico de medidas de tal calado que están
modificando sustancialmente la estructura social, el marco de relaciones
laborales y hasta la misma condición de nuestro Estado. El actual presidente
del Gobierno ha pedido en rueda de prensa “un pequeño esfuerzo” -¿pequeño?-,
“unos pocos euros necesarios para el sostenimiento de la educación o de la sanidad
pública”. “Son cosas que no nos gusta hacer”, ha dicho, “pero son totalmente
necesarias para el sostenimiento de la sanidad o la educación pública”. “En
este momento no hay dinero para atender el pago de los servicios públicos. No
hay dinero porque hemos gastado mucho”.
Esta
última aseveración, aplicada al Estado, carece totalmente de fundamento. Si
algún sector ha gastado mucho en la etapa anterior ha sido el privado. Se mida
como se mida, el sector público español se ha mantenido en un nivel de gasto
muy inferior al de otros países, como ahora se dice, de nuestro entorno, a los
que según se proclama se pretende imitar; y la comparación se hace mucho más
negativa para España si a lo que nos estamos refiriendo es a los gastos
sociales.
Los
problemas actuales de las finanzas públicas tienen su origen en la enorme caída
de los ingresos ocasionada por la recesión económica y por las tres reformas
fiscales extraordinariamente regresivas (dos del anterior gobierno del PP y una
del último gobierno del PSOE), instrumentadas principalmente en el IRPF y en el
impuesto de sociedades. En su momento, se vendía la peregrina idea de que no
iban a tener impacto en la recaudación y se propagaba el espejismo de que la
bajada impositiva se realizaba sin coste alguno, es decir, sin contrapartida,
sin aumento de otros impuestos o reducción y menoscabo de los servicios
públicos o de las prestaciones sociales. Ahora, sin embargo, se afirma que no
hay dinero y se opta por la peor solución posible que es la de hacer pagar al
usuario.
En
esta materia, como en cualquier otra de las áreas de la disciplina económica,
las alternativas existen. Los servicios públicos se pueden financiar mediante
impuestos o a través de un precio; cuando se mantiene que son insostenibles lo
único que se está diciendo es que no se desea sufragarlos mediante tributos.
Financiarlos total o parcialmente a través del precio no es más que una opción,
y una de las peores porque se hace depender la educación o la asistencia
sanitaria de la capacidad económica del usuario, destruyendo la igualdad de
oportunidades que, aunque escasa, el Estado social había generado.
La
excusa de aplicar la progresividad al copago carece totalmente de fundamento.
Para eso existen los impuestos que se pueden hacer tan progresivos como se
desee. Además, aumentarán enormemente la carga burocrática y el coste de
tramitación, tanto más si se lleva a cabo, como es lógico, por departamentos
ministeriales ajenos al de Hacienda desconocedores por completo de este tipo de
procedimientos. Volvemos a ser testigos de ocurrencias sin reflexión y estudio,
de modo que se cometerán de nuevo burdas equivocaciones como la de caer en el
error de salto, creando enojosos agravios comparativos.