No cuadra

Hay cosas que difícilmente cuadran. Es una cantinela periódicamente escuchada y que se ha hecho persistente en los últimos días. “Cataluña presenta un gran déficit de infraestructuras”. Habría que preguntarse qué se quiere decir. Si lo que se trata de indicar es que no cuenta con las infraestructuras óptimas, entonces la afirmación parece una obviedad. Así entendida no solo es Cataluña la que tiene déficit de infraestructuras sino toda España. Lo de este verano es la prueba palpable de ello. Ahora le ha ocurrido a Cataluña, pero le podía haber sucedido a cualquier otra región o Comunidad; a cualquier otra Comunidad de las que tienen infraestructuras, claro, porque en algunos casos no es que funcionen mal es simplemente que carecen de ellas. Ya le gustaría a Galicia, por ejemplo, haber tenido los mismos problemas, siempre que estos estuviesen ocasionados por la implantación de un AVE que conexionase todas sus provincias.

Hacen bien los ciudadanos catalanes, al igual que debería hacer el resto, en exigir responsabilidades a los gobiernos autonómico y central por no obligar a las compañías eléctricas a realizar las inversiones adecuadas, o por no gestionar eficazmente los servicios de manera que las obras del AVE no interfiriesen en el funcionamiento de los trenes de cercanías. Pero lo que está fuera de toda lógica es pretender que tales problemas se generan porque Cataluña está discriminada con respecto al resto de España. Explicado así, el déficit de infraestructuras puede ser una cantinela útil a los políticos catalanes como cortina de humo para evitar sus responsabilidades, pero difícilmente se puede entender. No cuadra.

Solo desde una fijación paranoica es posible pensar que los distintos gobiernos de España, todos ellos con ministros catalanes en su composición, han tenido una animadversión especial a Cataluña y han decidido posponerla, presupuesto tras presupuesto, a otras Comunidades. Es más, sería de esperar que, dentro del Estado, una región tan maltratada se configurase como subdesarrollada y a la cola económica de las restantes. No parece ser ese el caso de Cataluña. ¿Será quizás que los catalanes cuentan con un gen especial que, a pesar de ser postergados por el gobierno de turno, se sobreponen y se colocan a la cabeza de todas las otras autonomías?

Existe un dato más que contribuye a que la ecuación no cuadre. Cataluña y el País Vasco cuentan con partidos nacionalistas que, dado nuestro sistema electoral, se convierten en bisagras necesarias para el gobierno. Su apoyo no suele ser gratuito y tampoco se produce en clave ideológica sino desde la óptica estrictamente nacionalista. El precio viene a consistir en prebendas y privilegios para sus respectivas regiones. Es difícil entender que en estas condiciones ambas Comunidades resulten perjudicadas en cualquier reparto. No cuadra, a no ser que consideremos que los partidos catalanes son todos unos ineptos e incompetentes.

Los que hablan del déficit de infraestructuras en Cataluña, suelen acudir, para justificar la necesidad de una mayor dotación, al tópico de que Cataluña es la locomotora de España. Ambas aseveraciones casan mal, no cuadran. Otras muchas regiones desearían convertirse también en locomotoras, lo que no parece posible si el sistema de reparto de las inversiones continúa manteniendo las desigualdades entre regiones y no permite la compensación.

La elaboración de los presupuestos del próximo año está dejando al descubierto el camino extremadamente peligroso por el que nos hemos adentrado a partir del Estatuto catalán: la negociación bilateral del Gobierno con cada una de las autonomías, o por lo menos con algunas de ellas, a la hora de fijar la financiación. Es verdad que hasta ahora –como ya se ha dicho– determinadas autonomías obtenían ventajas adicionales mediante el chantaje nacionalista (pecado original de nuestro sistema electoral), pero al menos el sistema de financiación autonómica era igual para todas (exceptuando a las Comunidades de régimen foral) y la cuota de cada una se determinaba de forma conjunta. Este principio no solo se ha roto, sino que algunos de los elementos de financiación se han incluido en los estatutos de autonomía blindándolos de esta manera para toda posible reforma.

Pretender que el porcentaje de inversiones que corresponde a cada Comunidad se fije en función de su participación en el PIB, tal como determina el Estatuto de Cataluña es sin duda beneficiar a las autonomías ricas y condenar a las pobres a que continúen en su precariedad. Es un criterio que estas últimas no pueden aceptar. Por ello Andalucía ha intentado escoger otra clave de distribución: la demográfica, en función de la población. No logra alcanzar las cotas de Cataluña pero al menos sus políticos se justifican.

Aplicar criterios distintos a las distintas Comunidades, esto es, el que más convenga a cada una de ellas, lleva a la contradicción. No cuadra. Las partes no pueden sumar más que el todo. Alguna o algunas Comunidades saldrán perjudicadas. Pretender convencernos, como hace algún periódico, de que todas ganan es una ingenuidad o ganas de intoxicar. Desde luego quien pierde en su conjunto es la sociedad española, ya que las inversiones públicas –lejos de decidirse por un criterio de oportunidad, necesidad o eficacia– se determinarán según un criterio geográfico y en función del poder político de cada una de las autonomías. Llevando el procedimiento a sus últimas consecuencias, podría ocurrir que una carretera terminase en un determinado límite provincial y no pueda continuar porque comienza otra autonomía que no está incluida en el reparto. Difícil de entender, difícil de cuadrar.