El
sueño americano
Los imperios han tratado siempre de imponer
su cultura, sus normas y sus formas políticas y organizativas. EEUU no podía
ser la excepción. Los conservadores fanáticos, al estilo de Fukuyama,
no son los únicos convencidos de que el paradigma americano ha de ser exportado
al resto del mundo. Éstos carecen simplemente del pudor para callar lo que la
gran mayoría de los americanos –la mayoría que cuenta–, republicanos o
demócratas, piensa, pero no se atreve a manifestar abiertamente: la creencia en
el papel providencial de la nación americana y del carácter absoluto y
definitivo de su sistema económico y político.
Lo más grave, con todo, es que este
sentimiento no queda circunscrito dentro de los límites de EEUU sino que, como
un nuevo síndrome de Estocolmo, se ha extendido más allá de sus fronteras y ha
contagiado a buena parte de los creadores de opinión del resto del mundo. Son
muchos los que hoy colocan a Norteamérica como un ejemplo a imitar. Se produce
una suerte de círculo vicioso: El inmenso poder de Estados Unidos ha impuesto
la hegemonía del pensamiento neoliberal. Y la legión de profesos de la nueva
secta utiliza a este país como coartada para implantar en las distintas
economías los aspectos más retrógrados y reaccionarios. Vaya por delante el
hecho de que hasta los adjetivos pueden ser distintos y que lo que llamamos
neoliberalismo en Europa nada tiene que ver con los liberales americanos,
minoría casi perseguida o marginada.
Los neoliberales europeos, amparados en la
buena situación macroeconómica por la que EEUU recientemente atraviesa y a la
que hacen depender de los aspectos sociales más regresivos: escasa protección
social, desregulación del mercado laboral, etcétera, exigen de sus respectivos
países medidas similares, con la promesa de que también se desbordará sobre
ellos el cuerno de la abundancia y se erradicarán todos los males. En economía
resulta siempre arriesgado establecer inferencias tan simples, porque con la
misma autoridad alguien podría situar la causa de la bondad de los actuales
resultados económicos de Norteamérica en que el Banco de la Reserva Federal ha
instrumentado una política monetaria más laxa y flexible que el Bundesbank y sus
acólitos del resto de Europa.
La importación de terapias foráneas, que
abstraen de las peculiares características de la realidad nacional, tiene
siempre mucho de arbitrario y puede inducir a graves errores, lo que se acentúa
cuando a quien se pretende imitar es a la primera potencia militar, política y
económica mundial. ¿Qué país, además de EEUU, podría permitirse mantener un
déficit crónico en su balanza de pagos y conseguir al mismo tiempo no ya que su
divisa no se deprecie sino incluso que se revalúe? ¿Que economía, además de la
americana, puede padecer sin complicaciones una tasa de ahorro familiar próxima
a cero? Olvidar que el dólar continúa siendo la principal moneda de reserva y
que el poderío militar y político concede a Estados Unidos una situación de
privilegio es falsear el análisis y arriesgarse a que el país que, sin más,
pretenda imitarle se introduzca por una senda de desastres.
Por otra parte, al enjuiciar la economía de
un país no debe caerse en el vicio de considerar únicamente un reducido número
de años. En una perspectiva de tiempo más dilatada, no aparece de forma tan
clara la ventaja de EEUU frente a Europa. Durante la década de los ochenta,
incluso primeros años de los noventa, la tasa acumulativa anual media de
crecimiento de EEUU sólo excede en algunas décimas a la de la Unión Europea. Es
principalmente en la segunda mitad de esta década cuando, coincidiendo con los
mandatos presidenciales de Clinton, la diferencia se hace más acusada. Pero no
es precisamente este período el que se caracteriza por los planteamientos más
duros en materia social y laboral. Si ésta fuese la causa lo lógico sería que
los años de mayor bonanza hubiesen sido los de Reagan y demás presidentes
republicanos.
Se suele recurrir al elevado número de
puestos de trabajo creados en Estados Unidos y a su escasa tasa de paro. Ello
sólo ha sido posible gracias a lo que se ha denominado la paradoja de la
productividad. Esta variable ha crecido a un ritmo mucho menor que el de la
mayoría de los países europeos, permaneciendo desde mediados de los setenta
hasta mediados de los noventa casi estancada. Es esta discrepancia en la
productividad la que ha permitido a EEUU generar el doble de empleo por unidad
de producción que en la Europa continental, fenómeno que en los últimos años
también estamos observando en España. Pero existe un reverso de la medalla. La
baja productividad es expresión de la escasa calidad de los puestos de trabajos
creados y, en consonancia, de la escasa cuantía de sus retribuciones.
Lo que en cierta medida subyace tras este
fenómeno es la existencia de paro encubierto. Tal como afirma John Gray, se
estima que alrededor del 10% de la fuerza de trabajo, unos 13,5 millones de
personas, está subempleada, cifra en la que se incluyen 4,5 millones de trabajadores a tiempo parcial y que desearían trabajar a
tiempo completo. Según datos de la Oficina de Estadísticas Laborales, 12,2
millones de trabajadores son eventuales con contratos temporales. Es una
situación que, sin duda, nos suena familiar a los españoles. En cuanto a los
salarios, entre 1973 y 1995 las ganancias semanales promedio del 80% de los
trabajadores americanos descendieron en términos reales por encima del 18%. No
es de extrañar que, en la actualidad, en una familia en que trabajan dos
personas los ingresos sean similares a los que aportaba antes un solo
trabajador.
EEUU nunca se ha caracterizado precisamente
por su pasión por la igualdad, pero los desequilibrios se han incrementado
sustancialmente desde mediados de los años setenta. Este país registra en la
última parte del siglo XX las mayores diferencias entre ricos y pobres de toda
la OCDE. Según datos del Banco Mundial, alcanza el mayor índice de pobreza de
los países industriales, seguido de cerca por Reino Unido e Irlanda. De acuerdo
con el índice de Gini, la desigualdad de rentas entre
las familias norteamericanas se redujo en un 7,4% entre 1947 y 1968; sin
embargo, entre los años 1968 y 1992, se ha incrementado en un 16,1%. La
participación en la renta nacional del 60% de los estadounidenses de ingresos
más bajos disminuyó entre 1973 y 1993 en un 3,2% (del 34,9% al 31,7%). En
resumen, aproximadamente doscientos mil millones de dólares anuales se
trasladan de las tres quintas partes más pobres a las dos quintas partes más
ricas, aunque todos los autores convienen en que ha sido el 5% de rentas más
elevadas el realmente beneficiado, y, dentro de este colectivo, el 1%, el que
ha visto aumentar sus ingresos de manera casi exponencial.
Al hablar de paro encubierto es forzoso
referirse a la cuestión penal. La tasa de encarcelamiento en EEUU es varias
veces superior a la que mantienen, por ejemplo, los países más importantes de
la Unión Europea. Robert J. Samuelson escribía en
este diario, hace aproximadamente un año que la población penal en EEUU se había
cuadruplicado desde 1980, pasando de 316.000 a 1,3 millones de reclusos en
1998, los cuales casi en su totalidad engrosarían las cifras de paro si no
estuviesen encarcelados. Por esto se ha dicho que, en Norteamérica, el Estado
social estaba siendo desplazado por el Estado penal. La criminialización
de las clases marginales sustituye progresivamente a la política social.
Amén de estas lacras sociales, el paradigma
americano al que algunos quieren conducirnos reúne tres factores que hacen
inestable y vulnerable su actual bonanza económica. Tres factores
correlacionados entre sí: una tasa de ahorro familiar nula,
un enorme y crónico déficit comercial y una burbuja especulativa sobre el
mercado de valores. Han sido las propias voces del sistema, como la de Greespan o las de la elite política y del
capital reunidos en Davos, las que han lanzado
la señal de alarma sobre el peligro que acecha a la economía americana. Su
crecimiento está basado en buena medida en un desorbitado consumo, fruto de
ganancias extraordinarias obtenidas en la bolsa con revalorizaciones
artificiales y anormales de los títulos. Es este incremento de la demanda
interna, producido por las expectativas de beneficios insólitos en el mercado
de valores, el que –además de mantener el crecimiento– genera un fuerte desfase
entre importaciones y exportaciones. Pero, ¿hasta cuándo podrá sostenerse esta
burbuja especulativa? ¿Qué sucederá cuando cambien las expectativas en Wall
Street? Lo peor del caso es que los nubarrones que se ciernen sobre la economía
de EEUU también amenazan al resto de las economías de los países, puesto que
son la demanda exterior americana y su déficit comercial los que en buena parte
están sustentando la expansión económica mundial.
Algunos, carentes de cualquier perspectiva
histórica y en un cierto ataque de megalomanía, han creído encontrar la piedra
filosofal, y se han apresurado a declarar la defunción de los ciclos. Si en el
pasado hubo quien creyó haber inventado el movimiento continuo, hoy son
bastantes los que piensan que han descubierto el crecimiento sostenido y
estable, el paraíso americano, el gran paradigma a imitar. Antes o después, la
cruda realidad despertará a todos de forma brusca. Bien es verdad que siempre
quedará el recurso de echar la culpa a los precios del petróleo.