Vivienda
digna
Nuestra Constitución mantiene el principio de que todo español tiene
derecho a una vivienda digna y conmina a los poderes públicos para que eviten
la especulación del suelo (art. 47). Pero la realidad ha sido muy distinta.
Porque pocos serán los sectores que, como el inmobiliario, hayan sido campo tan
abonado para que se desarrollara la especulación propia del neoliberalismo. El
mercado, lejos de asignar adecuadamente los recursos, ha introducido todo tipo
de distorsiones, no solo desde la óptica puramente económica y social, sino
también en cuanto a la destrucción del medio ambiente. En este sector se han
amasado las grandes fortunas, en este sector se han perpetrado las mayores
corrupciones, y ha sido en este sector donde los tentáculos del capital más han
seducido a los políticos.
La memoria es selectiva y podemos pensar que el incremento brutal del
valor de los pisos ha sucedido exclusivamente en los últimos doce años. Nada de
eso. En los ochenta, el precio de la vivienda tuvo otra época de subida desmedida,
seguramente igual de pronunciada que la que acabamos de pasar. Tendríamos que
decir que a lo largo de estas tres décadas el precio – salvo periodos cortos y
excepcionales en los que se ha mantenido o incluso, en algunos casos, ha podido
descender en términos reales - no ha dejado de subir y a un ritmo
considerablemente mayor que lo hacían los precios de cualquier otro artículo y,
por supuesto, sin comparación con el de los salarios.
Las alzas ingentes de esta última etapa, teniendo en cuenta lo gravoso
que era ya el precio para la mayoría de los trabajadores, solo han sido
posibles por un cierto espejismo generado conscientemente por las entidades
financieras: al alargar hasta periodos inimaginables la amortización de los
créditos y propiciar los tipos de interés variables, en un momento en que estos
se encontraban excepcionalmente bajos, generando la ilusión en los compradores
de unas anualidades que no eran reales y que iban a ser bastante más onerosas
en el momento en que las tasas de interés comenzasen a subir.
Ante la descabellada escalada del precio de la vivienda, el
pensamiento único responde siempre con la misma fórmula: liberalicemos el
suelo. Pero cuantas más leyes se aprueban para liberalizarlo, mayor es la
especulación y mayores los precios. No se necesita precisamente más mercado,
sino menos. No hay carestía de suelo, sino acumulación en algunas manos que lo
mantienen sin construir, esperando tan solo la subida de los precios. Uno de
los aspectos más chirriantes de la realidad económica presente se encuentra en
los desproporcionados enriquecimientos producidos por el mero hecho de que una
decisión administrativa decida recalificar de rústicos a urbanos determinados
terrenos. El origen de toda la corrupción urbanística actual parte precisamente
de esta realidad. Cuando está en juego tanto dinero y es tan fácil obtenerlo,
la tentación de comprar de unos y de venderse de otros resulta enorme.
La precaria situación en materia de vivienda que están sufriendo las
clases medias y bajas contrasta con la cuantía de los fondos públicos
canalizados a esta finalidad. El problema es que la mayoría de estas ayudas han
tomado la forma de desgravaciones fiscales, en lugar de subvenciones
presupuestarias orientadas a cubrir las verdaderas necesidades, con lo que, por
una parte, se conceden con carácter general e indiscriminadamente, favoreciendo
en mayor medida cuanto mayor es la renta del beneficiario y, por lo tanto, se
supone que cuanto menos lo precisa. Además, esta forma de canalizar los
recursos conlleva el grave problema de que muy posiblemente las ayudas, lejos
de quedar en el comprador, se transmitan vía precio al vendedor, por lo que se
convierten en una subvención a la construcción como sector económico. Aparte de
que se incentiva la compra en lugar del alquiler. La misma vivienda de
protección oficial debería haberse orientado hacia el alquiler. Los
verdaderamente necesitados carecen de los recursos imprescindibles para
adquirir un piso por mucho que esté subvencionado. Por otra parte, las circunstancias
económicas de una persona o de una familia no son iguales a los largo de toda
su vida, lo lógico es que la ayuda estatal se concentre únicamente en aquellas
épocas en que realmente lo necesita.