La supuesta ventaja de las empresas españolas

La Comisión Europea ha abierto expediente informativo al Reino de España por una norma fiscal, introducida en el año 2002, que permite deducir en el impuesto de sociedades el fondo de comercio generado al comprar parcial o totalmente una empresa extranjera. La postura de la Comisión es coherente e incoherente a la vez.

Coherente, en la medida en que una de los primeras finalidades (tal vez se podía decir que la única) que persigue la Unión Europea es la constitución de un mercado único en el que se hayan removido todos los obstáculos que impiden la libre competencia. A tal efecto, se crea una Comisaría encargada de censurar y penalizar cualquier ayuda del Estado, es decir, cualquier subvención que coloque a las empresas de un país en una situación de privilegio frente a las extranjeras.

Resulta evidente que las deducciones fiscales pueden actuar como las subvenciones directas. El hecho de que las cargas tributarias que soportan las empresas sean diferentes distorsiona la concurrencia, e incluso puede llegar a anularla totalmente. En esto se basa la Comisión cuando afirma que las empresas españolas han gozado de ventajas comparativas con respecto a las de otra nacionalidad a la hora de adquirir participaciones en sociedades extranjeras.

Entre las múltiples modificaciones que se van introduciendo en nuestro país en el impuesto de sociedades para dejarlo sin virtualidad efectiva se encuentra la establecida a partir del año 2002, por la que se permite a las empresas constituir un fondo de comercio, definido por la diferencia entre el valor pagado por la participación en una empresa extranjera y el valor en libros de tal participación; fondo de comercio que será amortizable y,  por consiguiente, deducible en el impuesto de sociedades.

Pero cuando se analiza a fondo, la postura de la Comisión es profundamente incoherente. No tiene sentido fijarse en un único aspecto del impuesto de sociedades, e incluso ¿por qué atender solo a este tributo y no a todo el sistema fiscal en su conjunto? Tiene razón el secretario de Estado de Hacienda al contestar que hay países en los que, por ejemplo, el tipo impositivo de este gravamen es mucho más bajo que en España.

Esta es, entre otras, una de las enormes contradicciones en que se debate la Unión Europea. Se ha adoptado la libre circulación de capitales y se pretende hacer que funcione un mercado único, sin armonizar previamente la legislación social, laboral y tributaria. Aspirar a que en ese contexto no haya diferencias entre las compañías que puedan distorsionar el mercado y la libre competencia es una misión imposible, un vano intento.

La Comisión trata de poner puertas al campo lo que no parece que tenga demasiado sentido; se debate, como Sísifo, en la persecución de un objetivo inalcanzable. Sus planteamientos siempre serán parciales y por tanto discriminatorios a la hora de juzgar realidades y medidas, con lo que el summum ius, puede convertirse en summa iniuria. Con un impuesto de sociedades sin armonizar, ¿quién puede comparar la situación fiscal de las empresas de distinta nacionalidad? Para poder contestar a la pregunta haría falta considerar todos los aspectos del gravamen lo que, con treinta países, no resulta demasiado fácil. Aquí se descubre también la falacia que cometen nuestras asociaciones empresariales –y también el Gobierno– cuando, para justificar las continuas rebajas del impuesto de sociedades, recurren a que el tipo en España es superior al de otros países. El tipo, como se ve, no es lo único importante.

La actuación de la Comisión en su cruzada por perseguir estas ayudas de Estado no deja de ser ridícula teniendo en cuenta que todos los países se desenvuelven en una carrera de falsa competitividad –lo que se ha dado en llamar dumping fiscal– intentado aminorar el máximo posible la tributación de las empresas y del capital. Al final, es posible que se produzca la ansiada igualdad, pero sobre la base de reducir el gravamen a cero.