Crisis en el Tripartito

Al margen del mayor o menor acierto con que actuase el presidente de la Generalitat , su propuesta de cambio de gobierno ha partido de una premisa radicalmente errónea, o al menos equívoca, pero extendida y generalizada en las creencias de las oligarquías políticas y, por lo tanto, repetida en los medios de comunicación y aceptada por la opinión pública: la de que realizar una crisis de gobierno y nombrar a los respectivos ministros es una competencia exclusiva del presidente y que no tiene por qué contar para ello con nadie. Maragall lo afirmó tajantemente. Ni en Francia ni en España ni en Cataluña... El mismo presidente Zapatero y más tarde el secretario de Organización del PSOE, al ser preguntados sobre el hipotético cambio de gobierno catalán, en cierta manera lo confirmaron al indicar que era un asunto que sólo competía al presidente de la Generalitat. Jurídicamente y en sentido estricto puede que sea así, pero en política, lo mismo que en la mayoría de las facetas de la vida, no todo lo jurídicamente posible es posible de facto.

Mas allá de la importancia y de las implicaciones coyunturales que haya podido tener el acontecimiento en sí, la abortada crisis de Cataluña tiene un valor didáctico de cara a entender mejor los fundamentos constitucionales y de resucitar un principio a menudo olvidado y silenciado: nuestro sistema democrático es parlamentario, no presidencialista. Los ciudadanos no eligen al presidente de Gobierno español, ni al presidente de la Generalitat , ni al alcalde en un Ayuntamiento, sino que votan a diputados y a concejales y son éstos los que más tarde designan al presidente o al primer edil. La diferencia es fundamental porque mientras en un régimen presidencialista el jefe de Gobierno responde tan sólo ante los ciudadanos, que son los que le han elegido, en uno parlamentario la dependencia del parlamento es consustancial.

La dependencia aparece sin duda de una forma más clara cuando ningún partido obtiene la mayoría absoluta, tal como ha ocurrido en Cataluña; entonces, quiérase o no, el presidente de Gobierno tiene que contar con el partido o partidos que le apoyan. En el Gobierno de la nación esta realidad no ha quedado nunca explicitada de forma clara, ya que cuando no se ha obtenido mayoría absoluta, se ha gobernado en todos los casos con el apoyo de un partido nacionalista, mucho más interesado en obtener privilegios para su región que en la composición del Ejecutivo nacional.

El planteamiento debería de ser el mismo aun cuando se contase con mayoría absoluta. Todo presidente del gobierno tendría y debería ser consciente de que no puede gobernar de manera autocrática y prescindiendo de la voluntad de su grupo parlamentario. Lo cierto es que, desgraciadamente, el sistema por la fuerza de los hechos ha devenido en la práctica un sistema presidencialista, aunque sin elecciones presidenciales, casi caudillista, en el que una vez elegido el presidente del Gobierno lejos de estar condicionado por su grupo parlamentario, éste se transforma en una prolongación del Gobierno, y a su vez éste en una prolongación de su presidente. En cierta medida, traduce la organización autocrática que se ha ido imponiendo en todas las formaciones políticas.

Felipe González fue pionero en la materia, llevando estas premisas hasta sus últimas consecuencias. Aznar mantuvo sin ningún pudor los mismos planteamientos. González nunca los negó. Repetía con frecuencia que no se gobierna desde Ferraz sino desde La Moncloa. Es más, ofreció esta misma máxima como consejo a Zapatero en el primer Comité Federal celebrado tras la última victoria del PSOE. Zapatero le respondió que procuraría gobernar mitad desde La Moncloa y mitad desde Ferraz. Algo es algo. Quizás es el momento de cumplir lo que prometió, y que en el debate del Estatuto de Cataluña escuche a su propio partido y no cometa el mismo error de Aznar que impuso al suyo la guerra de Irak y con ella el desastre electoral.