La demencia de los dioses
Esquilo abre su tragedia Los siete contra
Tebas con las lamentaciones del rey Eteocles,
defensor de la ciudad: «Si logramos el éxito, la gente dirá que la causa de
ello es un dios, pero si al contrario ocurre un fracaso... las críticas y
reproches serán para los gobernantes». ¡Qué lejos estamos de los griegos! En
estos tiempos de modernidad razonamos desde las antípodas. Cuando la economía
va bien, loas y golpes de botafumeiro al Gobierno. En el cénit del engreimiento
y de la prepotencia, los responsables llegan a afirmar que han terminado con
los ciclos. Nunca más vacas flacas. Pero retornan las
vacas, locas y flacas. La culpa entonces es de los dioses. Divinidades de muy
diversa denominación: coyuntura internacional, crisis del petróleo o
hundimiento de las Bolsas.
La ciencia económica ha perdido toda
racionalidad. Sus análisis no se realizan desde la lógica, sino desde los
intereses. Unicamente la más pura ambición puede
admitir como normal que el valor de las empresas se triplique, por término
medio, en cuatro o cinco años. Sólo la codicia desaforada puede considerar
razonable que Terra valga más que Telefónica. La lógica más elemental
indicaría, por el contrario, que antes o después habría de llegar el crack bursátil. Se ha dicho, y con razón, que la
hiperinflación corrompe la economía. Todo el mundo coincide en que ésta
difícilmente puede funcionar si los precios de los artículos se modifican a
cada instante.
Y, sin embargo, no vemos inconveniente en
las continuas fluctuaciones de la Bolsa. Nos alarmamos ante una inflación del
3% y saludamos con optimismo revalorizaciones anuales cercanas al 100% en el
precio de las acciones; y, lo que es más grave, consideramos en un loco
voluntarismo que estos incrementos van a continuar indefinidamente, sin que
jamás el globo se pinche.
Hemos alumbrado un capitalismo de ficción,
virtual, de ensueño, en el que una riqueza fantasmagórica se crea y se destruye
sin motivo aparente. La libre circulación de capitales ha enloquecido los
mercados. Toda la economía es ya un casino. Aunque sólo algunos apuestan, se
obliga a jugar a todos los ciudadanos. A jugar y a perder. Pierden los fondos
de inversión y de pensiones, y sobre todo los miles de despedidos de las
empresas en crisis. El mercado de capitales está enfermo, pero, ¡oh, lógica sin
par!, ¡oh, intereses! aplicamos la dura medicina al mercado de trabajo.