Sintel como arquetipo
Quien estos días recorra la Castellana
tendrá por fuerza que reparar en ese kilómetro largo de tiendas de campaña que rompen tan urbano paisaje. Son los trabajadores de Sintel, empresa que fue pública y muy rentable, y hoy
saqueada y en quiebra. Protestan por una bagatela: llevan sin cobrar siete
meses y están a punto de quedarse sin empleo. Sintel
y Villalonga personifican y dan testimonio del gran
fraude de las privatizaciones: el enriquecimiento de unos y el paro para otros
y, según los casos, asunción de pérdidas o renuncia a pingües beneficios por el
Estado.
En Sintel
convergen el PSOE Y el PP como signo ostensible de continuidad. Sintel fue vendida, en abril del 96, en las postrimerías
del Gobierno González, a nada más y nada menos que Mas Canosa, empresario serio
donde los haya y con una larga trayectoria de honradez. El PSOE la privatizó,
pero no parece que el PP opusiese demasiada resistencia, y eso que era ya casi
gobierno in péctore. ¿Cómo hacerlo si Aznar iba entonces del brazo del héroe
de Cochinos y hay quien dice, seguro que sin fundamento, que algo tuvo que
ver este empresario en la financiación del PP? Sólo IU se atrevió a pedir
explicaciones. Pero IU... ya se sabe.
La Telefónica de González regaló una empresa
por 4.900 millones de pesetas, cantidad que ni siquiera se cobró, y la
Telefónica de Aznar ha permitido y consentido todo tipo de piraterías y
desmanes: ingenierías financieras, operaciones en paraísos fiscales,
expoliación de activos, fugas económicas y muchas, muchas regulaciones de
empleo. Hasta la propia Inspección de Trabajo no ha tenido más remedio que
reconocerlo. Y la Fiscalía Anticorrupción investiga posibles delitos. De una sociedad
con buena situación patrimonial y una facturación de más de 50.000 millones
anuales, se ha pasado a una compañía en ruinas cuyas acciones se transfieren
por un dólar. Y, mientras tanto, los Mas Canosa –al igual que Villalonga– se han puesto las botas. Para eso son todos de
Miami. Ahora el problema retorna, le guste o no al presidente del Gobierno, al
Estado y, por tanto, a todos los contribuyentes, aunque sea tan sólo porque las
arcas públicas constituyen el principal acreedor.
La acampada de la Castellana es la justa
reivindicación de 1.800 trabajadores. Pero es algo más. Se erige como arquetipo
y anticipación de en lo que van a devenir las privatizaciones.