El cortocircuito de la modernidad

Es el colmo de la caradura. Después de obsequiarnos con múltiples apagones, nos abroncan y pretenden culpabilizar de todo a las tarifas, muy bajas e insuficientes para acometer las inversiones necesarias. O sea que, amén de sufrir todas las desventajas del corte de suministro que nos equipara a un país tercermundista o nos hace retornar a la época de la posguerra, tenemos que estar dispuestos a pagar precios más elevados.

Uno no sale de su asombro y cuesta entender esta lógica inversora que plantean las compañías eléctricas. Lo racional sería financiar las nuevas inversiones o bien con fondos propios, ampliaciones de capital, o bien con recursos ajenos, endeudándose, pero en ningún caso incrementando las tarifas de los actuales suministros. No resulta fácil comprender que un mayor consumo, y por lo tanto la necesidad de mayor producción, deba traducirse en un incremento del precio unitario del kilovatio. En todo caso, primero sería invertir y después, subir.

Tanto las empresas como el Gobierno se vanaglorian de que la tarifas se han reducido un 30% en los últimos años. Lo cual es verdad, pero lo que no dicen es que deberían haber bajado mucho más. Los gastos financieros constituyen la partida más importante de la cuenta de resultados de las compañías eléctricas, casi el 50% de sus costes, y en este periodo el tipo de interés se ha reducido sustancialmente. No es ninguna casualidad por tanto que, a pesar de disminuir las tarifas, las empresas hayan venido incrementando de forma notable sus beneficios, una media del 15%. Como se ve, un crecimiento parecido al de los salarios.

Los apagones y el mal funcionamiento del servicio eléctrico se producen tras esa teórica liberalización que, según el Gobierno, nos iba a deparar toda clase de bendiciones. Claro que también la liberalización de los carburantes y de las comunicaciones iba a servir para bajar los precios. Ni los precios bajan ni el servicio es mejor. Hay que remontarse muchos años atrás para que el latiguillo de "por sobrecarga en la red marque pasados unos minutos" se escuchara con la misma frecuencia que ahora.

Y es que liberalización, lo que se dice liberalización, no se ha producido en ninguno de estos sectores, sectores que por otra parte resulta casi imposible liberalizar. Lo que se ha instrumentado son privatizaciones, pasándose, por tanto, en la mayoría de los casos, de un monopolio público a la peor de las situaciones, a un oligopolio privado. En todos estos campos la competencia es una pura quimera. La única competencia de las sociedades eléctricas se encuentra en el discurso del Gobierno invocándola como coartada para que las empresas se embolsen 1,3 billones de pesetas. La verdad es que uno de los conceptos más insólitos es esa compensación por tránsito a la competencia. Es difícil entender por qué razón hay que premiar la adaptación a la competencia. Más bien, lo que habría que hacer sería castigar la situación de oligopolio.

La privatización de los servicios públicos comienza a mostrar sus resultados negativos. Servicios públicos en manos privadas no pueden por menos que conducir a profundas contradicciones. La actividad empresarial privada se regirá, como es lógico, por el máximo beneficio que, en muchas ocasiones, estará reñido con la finalidad de utilidad pública. Atender exclusivamente al criterio de rentabilidad puede implicar dejar sin suministro eléctrico o sin comunicaciones o transporte determinados lugares adonde no es rentable llegar, no dimensionar el servicio para los momentos punta de demanda o captar el mayor número de clientes sin preocuparse demasiado de la calidad del servicio y por lo tanto de realizar inversiones, puesto que los usuarios están cautivos y sin posibilidad real de elección.

Parece que las compañías se han salido con la suya. El próximo año se van a incrementar las tarifas o al menos no van a descender, que cuando lo previsible era la rebaja es otra forma de aumentar. El que no llora no mama. Y las eléctricas lloran mucho...