Privatizar
los impuestos
En estos tiempos de neoliberalismo
exacerbado, todo el mundo, en teoría,
abomina de los impuestos y canta
las excelencias del mercado y del precio, pero lo cierto es que al mismo tiempo
todo el mundo ansía también
situarse al margen de la competencia, moverse en mercados cautivos o participar
de ingresos coactivos. Los
cómicos y los cantautores, por
ejemplo, lo han logrado mediante el llamado canon digital, aunque, desde luego, no son los
únicos.
En distintas ocasiones he señalado el
expolio que representan las tarjetas de crédito, tal como está montado el
sistema. Muy favorable, sin duda, para la banca y para las entidades de
crédito, pero tramposo para el
resto. El coste principal de su
empleo no recae, como cabría esperar, sobre aquellos que la usan y, además, no en proporción a su
utilización, sino sobre los comerciantes que, como es lógico, lo repercutirán
con carácter general sobre el precio de los bienes y servicios y, por lo tanto,
sobre todos los consumidores, con
independencia de que recurran a la tarjeta o paguen en efectivo. Es
decir, la transmisión del coste se realiza a modo de impuesto y no de precio.
Impuesto, por supuesto privado, ya que los recursos obtenidos no se
orientan a ningún erario público, sino a la cuenta de resultados de las
entidades financieras.
De esta forma, los bancos consiguen burlar
la principal ventaja (inconveniente para ellos) que tiene un sistema de
precios, que es la de limitar el consumo a lo verdaderamente útil. Pueden incentivar
la utilización de la tarjeta premiando a los usuarios, al tiempo que les
resulta factible fijar libremente el precio que se cobra a los comerciantes y,
por lo tanto, a la generalidad de los consumidores sin miedo a que por este
motivo el uso de la tarjeta se restrinja. Así, todo converge a que las
entidades financieras obtengan muchos más beneficios que si el sistema fuese
transparente y el consumidor constatase de forma clara e individualizada lo que
cuesta utilizar la tarjeta de
crédito.
Los llamados
artistas, recurriendo al imperativo del
fomento de la cultura y con la excusa del fraude, han conseguido lo que en
principio parecería alejado de la lógica de un sistema económico moderno, que
un gremio se apropie de la recaudación de un impuesto, porque no otra cosa es
el canon digital. Los promotores políticos de tamaño disparate se escudan en
una directiva comunitaria, pero lo cierto es que esta norma lo único que
propugna es que los distintos Estados miembros cuiden de garantizar la
propiedad intelectual; en ningún
momento, el establecimiento de un gravamen indirecto sobre determinados
soportes que, si bien son susceptibles de ser empleados para la reproducción de
videos o canciones, su finalidad principal está alejada en la mayoría de los
casos de tal cometido. Uno supone que la principal virtualidad del teléfono
móvil es la de permitir la comunicación
y no la de reproducir melodías.
La estrambótica idea de que el canon se
inscribe en la defensa de la cultura - que,
de lo contrario estaría amenazada- difícilmente se sostiene, al tiempo que
presenta una concepción más bien pobre de la cultura, cuyas manifestaciones más
importantes se realizan y concretan al margen de todo este carnaval, en
condiciones económicas mucho más precarias que las que se quiere proteger.
Desde siempre los verdaderos artistas, los intelectuales, los escritores han
tenido la mayoría de las veces, y me temo que tendrán en el futuro, que
acometer su proceso de creación en situaciones de penuria económica, con canon o sin canon.
Además, es una suposición infundada pensar
que los jóvenes y los adolescentes, principales consumidores de sus inputs
digitales, se iban a lanzar en tropel a comprar CD y DVD si estos no se pudieran bajar de Internet. Por
otra parte, el origen del problema, y por ende la solución, no es difícil de
encontrar: las tarifas planas. Si se pagase por el tiempo de conexión no parece
que saldría muy rentable copiar, por ejemplo, las películas de Internet. Una
vez más, el interés de algunos empresarios, en este caso los de las compañías
de comunicación, radica en evitar que el precio limite el consumo y, por lo
tanto, forzar a que los consumidores paguen de la misma forma, utilicen más o
menos el servicio.
La irracionalidad aparece de forma más
explícita al considerar el carácter global del ciberespacio. ¿Por qué
beneficiar únicamente a los creadores españoles? ¿Cómo evaluar su cuantía? Los
que califican al Impuesto sobre el Patrimonio de gravamen obsoleto deben
considerar el canon digital como una figura tributaria muy innovadora: un
impuesto indirecto, generalizado y preventivo, finalista, cuya recaudación se
privatiza y se concede a una sociedad privada, a un gremio. Vivir para ver.