Siempre
nos quedará París
El “siempre nos quedará París” de Casablanca
retorna de vez en cuando. Por ejemplo, cuando los franceses dijeron no a la
Constitución europea o en el último mes cuando los estudiantes
y los sindicatos derrotaron al primer ministro, Villepin, y le hicieron retirar
el contrato de primer empleo. En estos casos, los que militamos en el
escepticismo sentimos el deseo de gritar “siempre nos quedará Francia”. Y es
que parece que sólo en Francia la sociedad está viva y que sólo los franceses
son capaces de oponerse a la ola de liberalismo económico que nos invade. Con
razón, el Gobierno del vecino país repetía con insistencia, para justificarse,
que España cuenta desde hace tiempo con contratos bastante peores que el que ellos
intentaban implantar.
España se sitúa a la cabeza de Europa en
materia de contratos basura y en el porcentaje de temporalidad, sin que ello
cause la menor rebeldía. Nos hemos acostumbrado a este tipo de relaciones
laborales y las aceptamos como si hubiesen estado en vigor siempre o, mejor,
como si fuesen las únicas posibles; cuestión de necesidad. Todo lo más, su
pretendida reforma sirve de eslogan a un primero de mayo, y así hasta el
primero de mayo siguiente.
Vemos tan natural la temporalidad que nos
parece una aberración que haya puestos de trabajo estables. En lugar de luchar
para desterrar la temporalidad de los empleos privados, consideramos injusto
que no se extienda al sector público. La distorsión llega al extremo de que el
ministro de un Gobierno socialista presente en rueda de prensa como gran
triunfo que en el futuro los funcionarios puedan perder su puesto de trabajo si
se juzga que su rendimiento es deficiente. ¿Quién lo juzgará? Porque,
justamente ahí radica el problema. La inamovilidad no es un privilegio de los
empleados públicos, sino una garantía para la totalidad de los ciudadanos de la
imparcialidad de la
Administración.
Una Administración profesionalizada y
estable es un contrapeso al poder y un obstáculo para que éste se ejerza de forma
arbitraria y partidista. ¿Podemos imaginar lo que ocurriría, por ejemplo, si
los inspectores fiscales estuvieran sometidos a la amenaza de perder sus
puestos de trabajo a voluntad del político de turno? ¿Quién impediría que éste
manejase la
Administración tributaria para sus fines partidistas y como
arma frente a sus enemigos ideológicos? Por otra parte, se transmite una imagen
errónea del estatuto actual del funcionario. Ahora no hay nada que impida que
un empleado público que incumpla sus obligaciones o cometa falta grave pierda
su puesto de trabajo. Pero eso sí, mediante un expediente disciplinario, es
decir, mediante un proceso objetivo y reglado, en el que no sea posible la
arbitrariedad. Precisamente ésta es la diferencia entre la
Administración de un Estado bananero y la función pública de
un Estado democrático. En este último la
Administración actúa mediante procedimientos reglados con
normas claras y precisas y en ella la discrecionalidad se ha minimizado,
dejándola reducida exclusivamente al ámbito de las decisiones políticas.
Es esta concepción de la
Administración la que choca también con los planes del señor
ministro de alterar los mecanismos de acceso a la función pública. Fue un
destacado administrativista el que afirmó que las oposiciones constituyeron el
único elemento democrático del franquismo. No dudo que las oposiciones
necesiten reformas y que haya que perfeccionar sus procedimientos, pero eso no
significa sustituirlas por entrevistas o meros análisis del curriculum
vitae, sistemas todos ellos dotados de gran subjetividad, discrecionalidad,
incluso de arbitrariedad, y que las preferencias del poder en todas sus formas
puedan decidir a quién se admite y a quién no, al margen del mérito y la
capacidad.
A diferencia de Francia, nos hemos quedado
sin sector público, privatizando todo lo que se podía privatizar. Eso sí,
después nos quejamos de que los extranjeros se apoderan de nuestras empresas
estratégicas. Al poco sector público que resta se le pretende asimilar al
sector privado: nuevos procedimientos de gestión, se afirma, pero que en
realidad se reduce a introducir el mismo caos darwinista, eliminar todo
control, y poder actuar en la
Administración a capricho y con el mismo desparpajo que los
gestores privados.
Un año más los sindicatos celebrarán la
liturgia del primero de mayo; en esta ocasión bajo el eslogan de reducir la
temporalidad. La reivindicación será tan revolucionaria que
incluso es posible que los miembros de este Gobierno tan progresista vayan a la
manifestación. Pero no hay que abatirse, en todo caso, siempre
nos quedará Francia, siempre nos quedará París.