La justicia y el IRPF
Poco antes de que el Gobierno, en la presentación de los presupuestos, volviese anunciar a bombo y platillo la rebaja del Impuesto sobre la Renta, el Presidente del Consejo del Poder Judicial (CPJ) hacía una propuesta bastante chirriante: retornar al sistema de tasas para financiar la justicia, y como aquí sabemos ya todos dónde estamos y a qué bando pertenece cada uno, en especial los jueces, elegidos por los partidos políticos para el CPJ, resulta inevitable preguntarse si no es un globo sonda lanzado por el propio Gobierno para tantear el terreno.
La propuesta representa el fin de la justicia gratuita. Lo cierto es que la justicia nunca ha sido gratuita. En primer lugar, porque la obligación de asistencia de abogado y procurador supone para los litigantes un coste demasiado oneroso. Bien es verdad que siempre cabe recurrir a letrados de oficio, pero entonces vale más que uno se declare culpable o que desista del litigio. La justicia no es igual para todos, es más igual para los que más dinero tienen, que pueden procurarse buenos abogados.
En segundo lugar, la justicia no es gratuita, porque lo que se dice gratuito, gratuito, no hay nada; ni la justicia, ni la educación, ni la sanidad, ni nada. Todo tiene un coste que recae sobre los ciudadanos. La cuestión es saber cómo se distribuye, si mediante el sistema de precios o a través de los impuestos. En el primer caso, la imputación se realiza en función del consumo. Quien usa el servicio debe sufragarlo, y sólo podrán utilizar los servicios, aquellos que tengan capacidad económica suficiente y en la medida en que la posean. En la segunda opción el coste lo asume la totalidad de los ciudadanos y en tanta mayor cuantía cuanto mayor sea su renta, independiente del uso que se haga del servicio.
Hace ya mucho tiempo que las sociedades, al menos las desarrolladas, descubrieron que no hay democracia, ni auténtica libertad, sin garantizar a la totalidad de la población determinados bienes imprescindibles para poder hablar de igualdad de oportunidades, una plataforma mínima de partida. Entre ellos, y en un puesto de honor, se encuentran sin duda la justicia, la educación y la sanidad. Es el nacimiento del Estado social de derecho, cuyo contenido se extenderá también a la protección de ciertas contingencias (seguridad social) y a la supremacía del poder político sobre el económico.
La progresiva hegemonía del pensamiento neoliberal está representando un retroceso de las cotas alcanzadas. Se pretende que cada vez la parte sufragada con impuestos sea menor. Se llega, como en este caso, a preguntarse el porqué no se puede financiar con tasas la justicia.
En cuanto a la educación y a la sanidad se está implementando la peor fórmula posible, la coexistencia de la pública y la privada. La segunda parasita a la primera y sirve de excusa para dedicar cada vez menos recursos a las prestaciones públicas. Se establece así una educación (consideremos las universidades) para pobres y otra para ricos, y una sanidad para pobres y otra para ricos. Se conculcan los principios del estado social, puesto que éste no persigue únicamente una acción redistributiva sino el garantizar que todos, pobres y ricos, tengan las mismas oportunidades.
Resulta una ingenuidad, por tanto, afirmar que bajar los impuestos es de izquierdas, tanto más si el gravamen que se reduce es, como el IRPF, progresivo. Lo de izquierdas es procurar que existan unos servicios públicos y una protección social adecuada y suficiente financiados con los tributos necesarios.
El presidente del gobierno ha caricaturizado a la oposición por reclamar un déficit público como el que tienen otros países europeos. El tema así planteado se presta a la demagogia. Lo que hay que demandar son servicios públicos como los de Europa, protección social como la de Europa (el gasto social en España es siete puntos del PIB inferior a la media europea) y si para ello hay que tener impuestos como Europa o un déficit público como el que tiene el resto de los países europeos pues bien venido sea.