Ante un nuevo
Gobierno
A
todos los políticos les da por reorganizar
En
otras ocasiones, la reorganización administrativa obedece a la consigna de
Pero
es que, además, los políticos parecen no ser conscientes o no quieren serlo del
despilfarro e ineficacias que se producen con las modificaciones
administrativas bien se trate de fusiones, bien de divisiones de ministerios, y
no digamos si se barajan múltiples áreas administrativas y las direcciones
generales que estaban en un departamento aparecen en otros o se cambian las
competencias. En primer lugar, el derroche es inmenso en tiempo. Si todo cambio
de gobierno conlleva una cierta parálisis de la Administración durante un lapso
temporal, este se multiplica por diez o por veinte si además del titular del
departamento y los lógicos cambios de altos cargos, se remodela también toda la
estructura administrativa. Hay, por ejemplo, que corregir todas las órdenes de
competencia, así como las estructuras presupuestarias y contables, lo que
coherentemente implica una dilación –en el mejor de los casos–
en la tramitación de los expedientes. Hay un proceso bastante largo hasta que
la nueva estructura se asienta y la organización recupera su marcha de crucero.
Los
caprichos o las ocurrencias de cada nuevo gobierno, dividiendo, juntando,
troceando o pegando unidades administrativas suelen salir carísimas. Se precisa
cambiar todos los rótulos de los edificios, los membretes de oficios y resto de
papelería. Deben revisarse un sinfín de contratos administrativos de servicios
al incidir sobre unidades que se han trasformado en otras. Se precisarán, con
lo que ello supone, mudanzas y traslados de despachos y de edificios. Desde el
punto de vista económico, especial gravedad tienen las modificaciones en los
sistemas informáticos, ya que elevadas inversiones quedarán obsoletas con la
nueva estructura y habrán de ser sustituidas por otras.
Todas
estas modificaciones originan un alto costo en lo económico pero también en el
funcionamiento de los servicios porque resulta inevitable que durante bastante
tiempo se produzca cierta desorganización y desconcierto. Valga la anécdota que
me contaba un alto cargo de Hacienda: cuando con Pedro Solbes
se volvieron a unir los ministerios de Hacienda y de Economía, que se habían
separado cuatro años antes en la segunda legislatura de Aznar, los
subsecretarios de ambos departamentos aún estaban discutiendo por los
despachos. Este tipo de reorganizaciones administrativas suelen constituir tan
solo operaciones escaparate, pero lejos de ahorrar dinero al presupuesto
incrementan el gasto y difícilmente pueden fundamentarse en la austeridad.
Si
Rajoy pretende podar realmente la Administración no debería preocuparse por
ministro más o menos, sino dirigir la vista hacia otro lado. Tendría que
reparar en las fundaciones, los entes públicos, las agencias y otras entidades
públicas, a menudo carentes de contenido o con un contenido muy reducido y que
en ocasiones comprenden actividades que se han desgajado del Estado con la
única finalidad de evadir los mecanismos y los controles que deben regir en
cualquier entidad pública. A lo largo de todos estos años, con uno u otro
gobierno, bajo lo que se ha dado en llamar “la huida del derecho
administrativo” ha proliferado una maraña de instituciones con distinta
naturaleza jurídica pero con una característica común, haberse liberado de los
corsés legales, con lo que sus gastos se hinchan y sus actividades, no siempre
necesarias, también. Se convierten, por otra parte, en las plataformas ideales
para colocar, sin cumplir los requisitos de mérito y capacidad que marca la
Constitución, a todo tipo de personal carente de la condición de funcionario y
ligado al gobierno de turno por amistad o lealtades políticas.
Es
posible que desandar lo andado, romper esa fuerza centrífuga y sustituirla por
otra centrípeta que corrija los excesos cometidos no pueda hacerse de golpe,
sino gradualmente y tras cierto análisis. Es cierto que en las circunstancias
actuales lo que menos hay es tiempo; pero entrar en la Administración, al igual
que otras veces, como elefante en cacharrería, lejos de economizar, contribuirá
a la desorganización y a incrementar el gasto.