Ante un nuevo Gobierno

A todos los políticos les da por reorganizar la Administración. A veces, para indicar la importancia que conceden a un determinado asunto en su futura actuación gubernamental, crean ministerios u organismos aun cuando carezcan de todo contenido. Zapatero fue proclive a ello. Para resaltar que la vivienda constituía un problema relevante convirtió en departamento ministerial una dirección general, sin reparar en que las competencias en esta materia están trasferidas casi en su totalidad a las Comunidades Autónomas, y para transmitir la idea de lo mucho que le interesaba la igualdad (la de género, que parece ser que ahora es la única que se considera) creó el ministerio del mismo nombre con apenas competencias. Rajoy parece seguir la misma senda porque siempre que se ha reunido con los agricultores les ha prometido retornar al tradicional Ministerio de Agricultura, y Rubalcaba durante la campaña electoral, cada vez que se encontraba con una cuestión a solucionar, se comprometía a establecer una agencia. Subsiste detrás de estos comportamientos una mentalidad mágica de la Administración y de la política, la creencia de que los problemas se resuelven por la simple creación de unidades administrativas.

 

En otras ocasiones, la reorganización administrativa obedece a la consigna de la austeridad. Los políticos, para demostrar lo muy austeros que son, reducen consejerías en las Comunidades Autónomas o ministerios en la Administración central sin reparar, o al menos intentando que nadie repare, en que por ese procedimiento no se reduce un ápice el gasto público. No será la primera vez que al fusionar dos ministerios se crean dos secretarías de Estado.

 

Pero es que, además, los políticos parecen no ser conscientes o no quieren serlo del despilfarro e ineficacias que se producen con las modificaciones administrativas bien se trate de fusiones, bien de divisiones de ministerios, y no digamos si se barajan múltiples áreas administrativas y las direcciones generales que estaban en un departamento aparecen en otros o se cambian las competencias. En primer lugar, el derroche es inmenso en tiempo. Si todo cambio de gobierno conlleva una cierta parálisis de la Administración durante un lapso temporal, este se multiplica por diez o por veinte si además del titular del departamento y los lógicos cambios de altos cargos, se remodela también toda la estructura administrativa. Hay, por ejemplo, que corregir todas las órdenes de competencia, así como las estructuras presupuestarias y contables, lo que coherentemente implica una dilación –en el mejor de los casos– en la tramitación de los expedientes. Hay un proceso bastante largo hasta que la nueva estructura se asienta y la organización recupera su marcha de crucero.

 

Los caprichos o las ocurrencias de cada nuevo gobierno, dividiendo, juntando, troceando o pegando unidades administrativas suelen salir carísimas. Se precisa cambiar todos los rótulos de los edificios, los membretes de oficios y resto de papelería. Deben revisarse un sinfín de contratos administrativos de servicios al incidir sobre unidades que se han trasformado en otras. Se precisarán, con lo que ello supone, mudanzas y traslados de despachos y de edificios. Desde el punto de vista económico, especial gravedad tienen las modificaciones en los sistemas informáticos, ya que elevadas inversiones quedarán obsoletas con la nueva estructura y habrán de ser sustituidas por otras.

 

Todas estas modificaciones originan un alto costo en lo económico pero también en el funcionamiento de los servicios porque resulta inevitable que durante bastante tiempo se produzca cierta desorganización y desconcierto. Valga la anécdota que me contaba un alto cargo de Hacienda: cuando con Pedro Solbes se volvieron a unir los ministerios de Hacienda y de Economía, que se habían separado cuatro años antes en la segunda legislatura de Aznar, los subsecretarios de ambos departamentos aún estaban discutiendo por los despachos. Este tipo de reorganizaciones administrativas suelen constituir tan solo operaciones escaparate, pero lejos de ahorrar dinero al presupuesto incrementan el gasto y difícilmente pueden fundamentarse en la austeridad.

 

Si Rajoy pretende podar realmente la Administración no debería preocuparse por ministro más o menos, sino dirigir la vista hacia otro lado. Tendría que reparar en las fundaciones, los entes públicos, las agencias y otras entidades públicas, a menudo carentes de contenido o con un contenido muy reducido y que en ocasiones comprenden actividades que se han desgajado del Estado con la única finalidad de evadir los mecanismos y los controles que deben regir en cualquier entidad pública. A lo largo de todos estos años, con uno u otro gobierno, bajo lo que se ha dado en llamar “la huida del derecho administrativo” ha proliferado una maraña de instituciones con distinta naturaleza jurídica pero con una característica común, haberse liberado de los corsés legales, con lo que sus gastos se hinchan y sus actividades, no siempre necesarias, también. Se convierten, por otra parte, en las plataformas ideales para colocar, sin cumplir los requisitos de mérito y capacidad que marca la Constitución, a todo tipo de personal carente de la condición de funcionario y ligado al gobierno de turno por amistad o lealtades políticas.

 

Es posible que desandar lo andado, romper esa fuerza centrífuga y sustituirla por otra centrípeta que corrija los excesos cometidos no pueda hacerse de golpe, sino gradualmente y tras cierto análisis. Es cierto que en las circunstancias actuales lo que menos hay es tiempo; pero entrar en la Administración, al igual que otras veces, como elefante en cacharrería, lejos de economizar, contribuirá a la desorganización y a incrementar el gasto.