¿Queda algo por privatizar?

Creíamos que no, que entre los gobiernos de Felipe González y de José María Aznar se habían deshecho de todo el importante conglomerado de empresas públicas que tenía el Estado. Pues hete aquí, que el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero no quiere ser menos, y rebuscando, rebuscando ha encontrado alguna cosilla. Nada menos que los aeropuertos y las loterías. Es más, parece que, puestos a privatizar, se privatiza el futuro, pues no otra cosa son las concesiones y las colaboraciones público privadas.

 

 Allá por el año 1986, en el Consejo del INH, del que yo a la sazón era miembro, se comenzó a hablar de la conveniencia de convertir el ente público cabecera del holding en una empresa (que después se llamaría Repsol), con la finalidad de sacar una participación del capital a bolsa. Ingenuamente (bueno, no tan ingenuamente) pregunté al presidente, entonces Óscar Fanjul, acerca del propósito de tal medida. La respuesta podría pasar a los anales de las estupideces más grandes de la historia.

 

Se me dijo que eran dos los motivos. En primer lugar, se buscaba que los mercados dictaminasen sobre la marcha de la empresa. Como si para juzgar la gestión no hubiera mecanismos mucho más seguros que el veredicto de la bolsa. La historia está repleta de empresas que han recibido la máxima calificación de los mercados y, sin embargo, han quebrado. Además, tratándose de sociedades que funcionan en régimen de monopolio u oligopolio los beneficios poco tienen que ver con la buena o mala administración.

 

La segunda razón era aún más chocante. La finalidad, según decían, era obtener financiación. Todo el mundo sabe que una empresa posee dos formas de financiarse: con fondos propios (es decir, ampliando capital) o mediante fondos ajenos (pidiendo un crédito o un empréstito). El abc de la economía de la empresa nos indica en qué circunstancias se deberá optar por uno u otro procedimiento. En realidad, la cuestión no tiene mucho misterio; siempre que la tasa de beneficios se encuentre por encima del tipo de interés, lo razonable será elegir recursos ajenos, y viceversa. El INH proporcionaba al Estado una rentabilidad bastante más elevada que el coste financiero de cualquier préstamo, por lo que sacar la empresa a bolsa significaba regalar a los inversores privados una cuantiosa plusvalía. Pero quizás era eso lo que se pretendía, a juzgar por los destinos en que han terminado los artífices de la operación.

 

La privatización de REPSOL, al igual que la del resto de grandes empresas públicas, ha acarreado un espolio a los ciudadanos, despojándoles de activos muy rentables. Las consecuencias han sido un deterioro de las condiciones laborales de los trabajadores, un incremento espectacular de los sueldos de sus ejecutivos, una notable reducción de los ingresos públicos (beneficios) –que de ninguna manera compensa la disminución de la previsible carga financiera de la deuda amortizada con los recursos obtenidos por la venta–, y, más grave que todo ello, la de entregar mercados cautivos a los intereses privados. Son sectores en los que resulta imposible que exista competencia. Todo monopolio es perverso, pero infinitamente más si es privado. En democracia, frente a un gobierno se tiene alguna capacidad de presión, frente al poder económico, ninguna.

 

En la explotación de los aeropuertos y en la administración de las loterías difícilmente puede darse la competencia. No hay sitio para el juego del mercado. Parece lógico que la iniciativa privada se oriente exclusivamente a los aeropuertos rentables y que el Estado se vea obligado a hacerse cargo de todos aquellos que son ruinosos, con lo que es de esperar que el servicio a los ciudadanos se resienta y que el déficit se incremente.

 

Existe una equivocación muy extendida, la de creer que las privatizaciones reducen el déficit. No es así. Más bien es factible que lo incremente. En realidad, lo único que se hace es minorar, al mismo tiempo, pasivos y activos. El impacto sobre el déficit dependerá de la relación entre la cuantía de la carga financiera de la deuda que se reduce y los ingresos que dejan de producir los activos que se venden. Tampoco parece que se produzca ningún efecto sobre la solvencia. En todo caso sería negativa, ya que esta no solamente depende del endeudamiento que se posea sino también del activo con que se cuente.