Una campaña financiada con dinero
público
No soy de los que consideran que la religión
es el opio del pueblo. Pienso más bien que sus distintas concreciones
históricas están llenas de claroscuros. Como casi todas las realidades sociales,
son ambivalentes, con efectos positivos y negativos para las sociedades. Pero,
en el caso de nuestro país, la
Iglesia católica se ha situado siempre entre las posturas más
reaccionarias, constituyendo, especialmente en los cinco últimos siglos, un
factor retardatario del desarrollo. Esto explica las fuertes tendencias
anticlericales presentes en España a lo largo del siglo XIX y gran parte del
XX, reacción lógica frente a la actitud eclesial de intervenir directamente en
la política aliándose con las facciones más conservadoras e intentando imponer
coactivamente sus creencias al conjunto de la sociedad. No otra cosa es el
nacional catolicismo.
En la Transición, creímos que la Iglesia, tal vez influida
por el Vaticano II, había sabido aceptar finalmente el papel que le
correspondía en una sociedad secularizada. Pero el espejismo ha durado poco.
Vuelve a las andadas y no se resigna a perder los privilegios y, lo que es más
grave, trata de convertir su credo religioso en ley civil obligatoria para todos
los ciudadanos, creyentes o no. Bien es verdad que la jerarquía española se
siente arropada por los vientos que corren en Roma desde la muerte de Juan
XXIII. Buenos ejemplos de ello se encuentran en la intervención gloriosa que el
actual Papa tuvo el otro día en África acerca de los preservativos, o la
actuación que el Vaticano ha mantenido a través de Berlusconi
en el caso de Eluana Englaro,
colocando todo tipo de obstáculos a efectos de impedir que se cumpliese su
voluntad -y la de sus padres- de no permanecer en estado vegetativo.
Ahora, los obispos españoles se disponen a
dar la batalla en contra de la futura ley del aborto anunciada por el Gobierno.
Su última ofensiva, la campaña de publicidad que proyectan con ilustraciones de
un lince y un niño. No habría nada que objetar si la campaña estuviese
orientada exclusivamente a concienciar a sus fieles acerca de la perversidad
moral de todo lo que se relaciona con el sexo o a propagar su creencia de que
todo aborto es éticamente reprobable. Allá ellos y sus credos. A nadie se le
obliga a abortar. El problema es que pretenden que sus doctrinas se traduzcan
en leyes, incluso penales, para la sociedad, y que se condene con pena de
prisión cualquier aborto.
La cerrazón mental de los obispos españoles
llega incluso a la condena de la ley de reproducción asistida. Reprueban el
nacimiento del pequeño Javier, destinado a salvar la vida de su hermano Andrés,
con el argumento de que ese embrión se ha seleccionado entre otras
posibilidades. La respuesta del secretario de la Comisión Episcopal,
monseñor Camino, cuando le interpelaron sobre el caso es enormemente
significativa del mundo en el que se mueven los obispos: “Los problemas morales
no se pueden plantear ad hominem”, dijo. ¿Pero de qué
otra forma se plantean las cuestiones éticas? en cada hombre concreto y en
circunstancias concretas.
Lo más grave, con todo, es que la Iglesia cuenta con
financiación pública para sus actuaciones. Por mucho que se intente disfrazar
tras el procedimiento de la crucecita en la declaración del impuesto sobre la
renta, los recursos que Hacienda transfiere a los obispos son públicos. Los
ciudadanos que señalan la casilla de la Iglesia están disponiendo de un dinero que ya no
es suyo, puesto que es parte de la cantidad que, según la legislación fiscal,
les corresponde aportar a las cargas de la comunidad, entre las que en ningún
momento deberían incluirse los gastos de
una Iglesia. Los obispos repiten una y otra vez que ya no depende del presupuesto
del Estado, sino de los fieles. No es verdad. Sería cierto si los creyentes
aportasen una cantidad adicional. Pero ése no es el caso.
Los obispos están en su derecho de realizar
las campañas que les plazca, pero no con dinero público. Es difícil creer que la Transición se ha
completado cuando se mantienen privilegios como éste.