A Dios lo que es de Dios

El pasado viernes, los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea se reunieron en Salónica con la finalidad de saludar eso que llaman borrador de Constitución. No es mi intención reiterar una vez más lo mucho que de ficción tiene el proyecto. Malamente puede darse una verdadera Constitución sin comunidad política, y Europa está muy lejos de serlo. Ficción es también el intento de traer a colación a Tucídides en apoyo del carácter democrático de la Unión, iniciando el preámbulo con la siguiente cita del historiador: “Nuestra Constitución se llama democracia porque el poder no está en manos de unos pocos sino de la mayoría”. Si por algo se caracteriza el proceso que se ha seguido en Europa, es precisamente por su déficit democrático y por haber prescindido de manera palmaria del sentir de las sociedades y de los ciudadanos, lo que parece difícil que vaya a cambiar en el futuro con el camino elegido.

Para buscar similitudes con la Grecia antigua deberían centrarse en la política exterior. Es sabido que Atenas basó su sistema democrático en el imperialismo y que era el dominio de las ciudades y los pueblos vecinos lo que le permitía mantener el régimen político interno. En la conferencia de Salónica los países europeos se han aliado una vez más con el imperialismo yanqui identificándose con su estrategia. Atrás quedan la guerra de Irak y las aparentes diferencias, en una demostración de lo mucho que éstas tenían de superficiales y meramente estratégicas. Hasta el concepto preventivo es asumido, de tal modo que la Unión Europea se une a las amenazas lanzadas por EEUU a Corea e Irán. Por lo visto, sólo las superpotencias tienen derecho a tener armas de destrucción masiva.

Los sofistas Casicles y Trasímaco defienden en el “Georgias” y en “La República” de Platón la ley del más fuerte en política exterior, pero tales planteamientos no constituían simples recursos dialécticos; al contrario, fue la doctrina que imperó en Atenas, principalmente tras la muerte de Pericles. Hoy, EEUU mantiene tesis similares y la UE, llevada por el oportunismo, se apresura a adherirse.

Pero dejemos los temas de fondo y prestemos hoy atención a un pequeño detalle: el afán de nuestro presidente de Gobierno en incluir la referencia al cristianismo en el documento elaborado por la Convención. Sorprende el interés que muestra en modificar lo que, según dicen, es una simple precisión histórica. Y como tampoco parece verosímil que constituya un acto de reparación frente a la Santa Sede por la postura mantenida en la guerra de Irak, hay que pensar que la relevancia es mayor. Los asuntos religiosos nunca han sido un tema menor en la organización política. Y ya que estamos de citas clásicas, habrá que traer a colación lo que escribía el geógrafo Estrabón: “Los poetas no estaban solos en su papel de patrocinadores del mito. Mucho antes que ellos, las ciudades y los legisladores habían encontrado en esos mitos un fácil recurso. Necesitaban controlar al pueblo con el miedo supersticioso y lo mejor para suscitar éste eran los mitos y los prodigios”.

La originalidad en el pensamiento europeo no ha sido la identificación entre religión y Estado. Esta unión, es verdad, se dio en Europa durante muchos siglos, pero no como algo especifico y aislado, se trataba de un patrón generalizado en todos los pueblos y sociedades. La aportación europea consistió precisamente en todo lo contrario, en que en un determinado momento histórico Europa fue capaz –lo que no ocurrió en otras sociedades- de separar ambos ámbitos mediante la secularización del Estado. “Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Este principio, intuido por el Renacimiento y asumido por la Ilustración, fue condición imprescindible para el nacimiento de la nueva Europa democrática. La vieja Europa es la del cesarpapismo; la nueva, la de la secularización. Por lo visto, ahora también ansiamos retornar al pasado en esta materia.

Un nuevo paso atrás coherente con lo anterior es otorgar a la religión en la enseñanza básica el carácter de asignatura fundamental con sus evaluaciones y cómputo para la nota media. Es difícil entender cómo se puede transformar la enseñanza de una religión en una asignatura y someterla a calificación. Se puede estudiar el hecho religioso como fenómeno psicológico y social, se puede enseñar filosofía de la religión o historia de las religiones; pero el adoctrinamiento de una determinada confesión es propio de una Iglesia, no de un Estado que se autoproclama aconfesional. Bien es verdad que en última instancia es la Iglesia Católica la que imparte la enseñanza, pues es ella la que elige a los profesores, los nombra y los cesa por motivos claramente inconstitucionales; pero eso sí, los retribuye el Estado y las clases se imparten en las escuelas mantenidas con dinero público, al tiempo que se pretende que la nota obtenida cuente en el currículo académico. Volvemos a unir la cruz y la espada.

Y hablando de dinero público, ¿qué pinta la Iglesia Católica en la declaración de la renta? El sistema de la crucecita es tan sólo una pantomima para continuar manteniendo la religión católica colgada de los presupuestos del Estado. En un Estado aconfesional el sostenimiento de cada religión debería ser un asunto propio y exclusivo de sus fieles.

En este tema de la secularización del Estado hemos retrocedido con el gobierno del PP; aunque es verdad que el PSOE tampoco fue demasiado ambicioso a la hora de desmantelar los vestigios del nacionalcatolicismo, entre ellos los colegios concertados; que, por cierto, deben de estar exultantes con lo que está ocurriendo en la Comunidad de Madrid.

No, no es un tema de mera precisión histórica. Detrás de referencias banales al cristianismo se encuentran posturas distintas y modelos de sociedad diferentes. O la vieja Europa o la nueva Europa, o el “Dios salve América” de Bush o un Estado moderno ajeno a cualquier tipo de fundamentalismo.