Ricitos de estopa

Fue Robert Reich, ex secretario de Trabajo estadounidense, quien en cierta ocasión denominó ricitos de oro a la economía de la última etapa de Clinton en alusión al cuento de los tres ositos, queriendo indicar con ello que todas las variables funcionaban bien. Ricitos de oro ha sido la envidia de ciertos mandatarios europeos, que ambicionaban sus logros y se esforzaban, por tanto, en imitar sus métodos. En la cúspide de la autosatisfacción, y parodiando a Zaratustra, hablaron incluso de la muerte de los ciclos, y así como en el pasado hubo quien se jactó de haber encontrado el movimiento perpetuo, en los últimos años ha habido quienes se han vanagloriado de haber descubierto el crecimiento indefinido.

Las cosas han cambiado recientemente, la amenaza de la recesión, o al menos del estancamiento, se ha extendido sobre la economía americana. Los datos comienzan a ser preocupantes. El índice de confianza de los consumidores cayó cerca de diez puntos en diciembre; en el cuarto trimestre del pasado año el PIB creció un 1,4%, un porcentaje muy inferior al del segundo trimestre e incluso al que se esperaba en éste; el incremento del consumo privado que mantiene dos tercios de la economía fue del 2,9%, casi la mitad que en el periodo anterior; el gasto en bienes duraderos, que en septiembre crecía al 7,6%, fue negativo; la construcción de nuevas viviendas experimentó un salto aun mayor, de casi once puntos positivos a 2,5 puntos negativos, y a todo ello hay que añadir los malos datos sobre el ritmo de inversión de las empresas y las constantes noticias sobre el despido masivo de miles de trabajadores. No resulta extraño, en consecuencia, que Greenspan haya comenzado a hablar ya de crecimiento cero y que se haya apresurado a reducir, por segunda vez, en medio punto el tipo de interés.

De nuevo, la realidad pone en entredicho a los teóricos de la oferta, a los visionarios de los círculos virtuosos, a los que creen que pueden conseguir que una economía permanezca en constante crecimiento por el mero procedimiento de desregular más y más las relaciones laborales, reducir el déficit público y mantener baja la tasa de inflación. La causa de la excepcional coyuntura de la que ha disfrutado, a partir de 1996, Estados Unidos no puede colocarse ni en su reducido estado de bienestar ni en la elevada flexibilidad de su mercado de trabajo, sino más bien en la revolución tecnológica de la información que terminó madurando en la década de los 90, y en un importante tirón de la demanda generada por el endeudamiento de las familias y la revalorización de las acciones.

En la nueva economía ha habido mucho de paja y algo de grano. La hojarasca está representada por la burbuja especulativa en que se han visto inmersas empresas fantasma carentes de cualquier valor, como no fuese el de mostrarse ataviadas con los oropeles de la modernidad. Pero este globo de aire que ha rodeado el fenómeno no es óbice para aceptar que desde mediados de los 70, especialmente en Estados Unidos, se han venido desarrollando nuevas tecnologías que han dado sus frutos precisamente en la década de los 90.

Pero aún más importancia ha tenido, sin duda, el fuerte tirón de la demanda. A menudo desde las páginas de este diario, he mostrado mi discrepancia con los teóricos de la oferta. La oferta no crea, como afirmaba Say, su propia demanda. Sin demanda no hay crecimiento. Por mucho que se abaraten los costes laborales mediante la desregulación del mercado de trabajo y por muchos beneficios fiscales que se concedan a las empresas, éstas no invertirán y la economía no crecerá si no esperan vender su producción.

Ha sido la demanda, y más concretamente el consumo, los que han propiciado la bonanza económica norteamericana de estos años. Pero esta expansión del consumo ha seguido caminos anormales y espurios. No ha tenido su origen, como en los años 60, en una distribución de los incrementos de productividad entre la población a través de mayores salarios reales o mediante una reducción de la jornada. La explosión del consumo obedece a dos fenómenos atípicos, y, por lo mismo, inestables: al efecto riqueza, en gran parte irreal, derivado de la sobrevaloración de las acciones en la bolsa, y sobre todo a un endeudamiento nunca antes visto de las familias. En palabras de Jeremy Rifkin, "el milagro americano en buena medida se ha comprado a crédito".

Divorciado de la realidad de las empresas, el valor de las acciones ha aumentado exponencialmente en los últimos tiempos. El índice Dow Jones industrial treinta, pasó de menos de 3000 en 1994 a más de 9000 en 1998, y el índice compuesto Standard and Poor se incrementó en el mismo periodo en más del 130%. Todo ello ha representado, según el mismo Greenspan, que en un plazo de apenas cinco años el valor de los activos de las familias aumentase en más de 12 billones de dólares, aunque ciertamente distribuidos de una manera muy desigual. En el 10% de la población se concentra la propiedad del 83% de los activos financieros netos.

Al mismo tiempo, las familias se han endeudado hasta extremos que parecían difícilmente imaginables. Hace tan sólo ocho años la tasa media de ahorro era un 8% de la renta neta después de impuestos. En la actualidad es negativa, lo que no ocurría desde 1938. Ambos fenómenos guardan, sin duda, una cierta relación. Si el tradicional superávit financiero de familias y empresas se convertía en un déficit del 8%, se ha debido, por lo menos en parte, a que unas y otras han practicado el apalancamiento: las primeras para enriquecerse fácilmente aprovechando la burbuja financiera, las segundas para subir el valor de sus propias acciones en la bolsa.

Este modelo de crecimiento no solamente es desequilibrado, al propiciar una mayor desigualdad, sino que también resulta, en contra de lo que se ha dicho, altamente inestable. Era difícil no preguntarse acerca de hasta cuándo podrían seguir endeudándose familias y empresas, y qué sucedería cuando se pinchase la burbuja financiera. Los últimos datos comienzan a contestar ambos interrogantes. Ricitos de oro está a punto de convertirse en ricitos de estopa. En realidad el fenómeno no es nuevo, algo similar ocurrió en la economía americana en los años veinte.

En España deberíamos observar con sumo cuidado la evolución de la coyuntura de Estados Unidos. Hemos plagiado sus peores métodos y nuestra economía presenta características similares: Brutal desregulación del mercado laboral, con una elevada creación de empleo basura y hundimiento por tanto de la productividad del trabajo, burbuja financiera en nuestros mercados bursátiles, reducción drástica de la tasa de ahorro de las familias que pasa del 6,5% en 1995 a ser negativa en el año 2000. Quizás lo único que no hemos podido plagiar ha sido la revolución tecnológica.

Existe también otra disparidad importante, el comportamiento del Banco central. Greenspan ha estado siempre más presto - y lo está en estos momentos- que las autoridades monetarias europeas a la hora de bajar los tipos de interés. Nuestro país además tiene el gran inconveniente de mantener de forma crónica un diferencial en la inflación con el resto de los países europeos. Debería ser hora, por tanto, de abandonar triunfalismos ingenuos y de comenzar seriamente a plantearnos cuáles pueden ser los efectos en nuestra economía de un más que posible cambio de la coyuntura internacional