De
las grúas a las tarjetas de crédito
Un contencioso tiene
inquietos estos días a los conductores. Se trata del enfrentamiento entre las
compañías aseguradoras y los empresarios de las grúas. Resulta difícil tildarlo
de laboral por el mismo motivo que no es demasiado apropiado llamar huelga al
plante que se está manteniendo en el País Vasco. Los dos bandos en litigio
pertenecen al mundo empresarial. Bien es verdad que mientras el sector asegurador
se compone de pocas empresas pero grandes e importantes, el otro frente está
constituido por multitud de pequeñas compañías.
Carezco de información suficiente para
atreverme a juzgar sobre quién lleva razón, pero lo que sí sé perfectamente es
quién está asumiendo el coste: los usuarios. Si las aseguradoras tuviesen que
indemnizar con fuertes sumas a los damnificados, habrían puesto mucho más
interés en llegar a un acuerdo. Observo también que utilizan un argumento que
parece bastante hipócrita. El portavoz de Unespa ha
reiterado ante los medios de comunicación que no pueden plegarse a las
pretensiones de los servicios de grúa porque ello supondría acordar precios y
podrían ser sancionados por el Tribunal de
La economía actual vive en un clima de impostura.
Justificamos todo en función de la libre competencia y, sin embargo, cuando
profundizamos en cualquier sector nos damos cuenta de que de una u otra forma
ésta se restringe hasta casi desaparecer. Los efectos negativos recaen sobre
las pequeñas empresas proveedoras de las grandes y sobre los consumidores. La
concurrencia en los sectores se resiente tanto más cuanto mayor es en ellos la
concentración empresarial y mayor el tamaño de las empresas que los componen.
Por eso, a pesar de ese velo de apariencias con el que quiere cubrirse, el
sector financiero se encuentra en cabeza a la hora de condenar a los clientes a
una total indefensión. Las carencias en la regulación pública y la falta total
de transparencia colaboran de manera efectiva en este cometido.
El último invento lo constituyen las
comisiones. Se han convertido en el principal ingreso de las entidades
bancarias y compensan en muchos casos los dudosos resultados obtenidos en
aventuras expansionistas acometidas únicamente a mayor gloria y poder de los
ejecutivos de turno. Los consumidores se ven inmersos en una lluvia de pequeños
pagos sin saber muy bien de dónde les viene. Su reducida cuantía individual, la
ausencia de información y los obstáculos en los canales de reclamación
propician que los clientes se terminen resignando conscientes de que el cambio
a otra entidad, al margen de las complicaciones que conlleva en algunos casos,
no va a arreglar nada, porque les cobrarán comisiones parecidas.
Caso especialmente escandaloso es el de las
tarjetas de crédito, por ser también ilustrativo de las falsedades en que se
asienta cierto discurso empresarial, que al tiempo que enaltece las leyes del
mercado conspira permanentemente para eludirlas tan pronto como puede. Se
supone que el precio constituye en la mayoría de los casos, cuando la demanda
es elástica, un mecanismo limitador del consumo. A mayor precio, menor consumo.
Pero ello es así siempre que el coste del servicio recaiga sobre aquel que lo
consume y por lo tanto quien controla