Zapatero y
En Nueva York, en la Asamblea de
las Naciones Unidas, Rodríguez Zapatero ha propuesto el establecimiento de la
llamada tasa Tobin. En plan solidario, ha justificado su aplicación en la
necesidad de obtener recursos para el desarrollo, pero con tal planteamiento el
presidente de Gobierno yerra el tiro porque –como ha afirmado en varias
ocasiones el padre del impuesto, el profesor Tobin–
la recaudación, se dedique a lo que se dedique, es lo secundario, es un
subproducto de la finalidad principal que
consiste en evitar la especulación y controlar los mercados de
capitales. Es más, lo lógico es que la recaudación sea tanto menor cuanto más
eficaz resulte el gravamen porque sería señal de que los movimientos
especulativos a corto plazo habrían desaparecido. Por ello, los cálculos que se
realizan partiendo del número de operaciones actuales carecen de sentido.
James Tobin, profesor de economía en Yale y
premio Nobel de Economía en 1981, planteó en los primeros años setenta gravar
las transacciones realizadas en los mercados de divisas con un impuesto
universal y de reducida cuantía. La propuesta hay que inscribirla en las
circunstancias de aquella época. El presidente Nixon acababa de suspender la
convertibilidad del dólar en oro con lo que había desaparecido el sistema
monetario internacional creado en Bretton Woods, y
los cambios entre divisas habían entrado en libre flotación. La preocupación
del futuro premio Nobel era la de dotar a los Estados de un instrumento que les
permitiese ir adoptando la liberalización en los mercados de capitales sin que
la especulación contra su divisa pudiera ponerles contra las cuerdas. Se
trataba de defenderse de lo que se conoce como dinero caliente, es decir, de
operaciones realizadas a muy corto plazo con fines especulativos. Los recursos
salen a la misma velocidad que entran originando que los bancos centrales
pierdan el control de la política monetaria, y obligándoles a elevar
fuertemente el tipo de interés con consecuencias desastrosas para la actividad
económica.
Tobin se confiesa keynesiano y
afirma que la idea de poner un gravamen a la especulación la tomó de Keynes
que, en el capítulo XII de su “Teoría general”, propone la creación de un
impuesto sobre todas las transacciones financieras con el objetivo de vincular
los inversores a sus acciones de una forma duradera. El fundamento de la tasa
Tobin es idéntico. Al ser un impuesto de cuantía reducida, apenas es gravoso
para las operaciones realizadas como inversión a largo plazo y con fundamento
en la economía real, pero será prohibitivo para aquellas otras realizadas a un
plazo muy breve y con carácter especulativo.
La tasa Tobin no es ni más ni menos
que un medio, entre los muchos que existen, para instrumentar el control de
cambios, mecanismo que hace 25 ó 30 años era utilizado por todos los gobiernos,
fuese cual fuese su ideología. Pero lo que entonces era normal, hoy se
considera extraordinario y una especie de herejía contra ese sacrosanto dogma
de la libre circulación de capitales.
Lo cierto es que la asunción de la
movilidad total del capital, con la consiguiente renuncia de los gobiernos a
cualquier medida de control de cambios –por suave que sea y aunque afecte
exclusivamente a los movimientos de capital a corto plazo–,
ha conducido a transformar los mercados financieros en casinos en los que la
mayoría de las operaciones no obedecen a ninguna transacción real de
mercancías, sino a meras apuestas especulativas realizadas casi en su totalidad
a plazos inferiores a una semana. El dinero va y viene, sin comprar ni vender
nada, pero en ese movimiento continuo pone contra las cuerdas a gobiernos y
arrasa países.
Los detractores de este impuesto
aducen las dificultades que tiene su implantación, aunque los problemas, caso
de existir, son políticos y no técnicos. No es creíble que con la tecnología
actual, que permite controlar diariamente millones de SMS, correos electrónicos
o llamadas telefónicas, se pueda aducir la imposibilidad de crear un impuesto
de este tipo.
Sin embargo es cierto que su
implantación exige dos condiciones. La primera es que debe ser si no universal,
afectar como mínimo a las principales áreas monetarias. Conviene recordar que
los mercados de divisas están concentrados en Londres, Nueva York y Tokio
(entre los tres intervienen más del 50 por ciento de las operaciones), seguidos
de Singapur, Hong Kong y Suiza. La segunda condición radica en que los países
más importantes se tomen en serio la lucha contra los paraísos fiscales.
Ambas condiciones podían resultar
utópicas hace años. Sin embargo, en estos momentos comienzan a vislumbrarse
como posibles. Los efectos perversos de la globalización se están haciendo
sentir y, a pesar de los fuertes intereses en juego, los mandatarios
internacionales tendrán que ir reconociendo que el sistema económico
internacional no puede funcionar con estos parámetros. Es el propio sistema el
que está en peligro. Después de la Segunda Guerra Mundial y mientras existieron
medidas de control de capitales, las crisis financieras apenas han existido.
Por el contrario, a partir de generalizarse la libre circulación de capitales,
las crisis se han multiplicado y con una repercusión cada vez mayor. De ahí las
declaraciones de Gordon Brown, de Sarkozy, de Barroso
o de Zapatero, y los pronunciamientos del Parlamento Europeo y la encomienda
del Consejo de la Unión Europea al FMI para que estudie la viabilidad de la
medida. Este debate estará presente, sin duda, en la próxima reunión del G-20.