Los
ejércitos y la fiesta nacional
El 12 de
octubre pasado, como todos los años, se celebró la llamada fiesta nacional. La
conmemoración suele ser bastante parca. Todo queda reducido a un desfile militar
en Madrid que, todo lo más, los niños ven –tan solo algún trozo– por
televisión. Este año, sin embargo, se ha querido ir más allá y el líder de la
oposición, sin demasiado éxito, ha realizado un llamamiento para que todos los
ciudadanos, prietas las filas, mostrasen con algún gesto su devoción a la
nación española y el culto a la bandera y demás signos. Mala estrategia la de
querer atacar el nacionalismo periférico promoviendo el centralista.
Lo que hay
que cuestionar es toda pretensión identitaria, las
falsas hipóstasis sociales, la construcción de ídolos y fantasías colectivas.
Frente a la nación, el internacionalismo y el Estado, entendido en términos
funcionales, lo más extenso posible en un mundo globalizado, para que el poder
democrático pueda regular y controlar al económico. ¡Ojala tuviéramos un Estado
europeo! Carece de toda lógica suspirar por éste y querer debilitar y dinamitar
el español.
Se ha dicho
que el patriotismo es el último recurso de los canallas. Casi todos los males
de la historia tienen su origen en palabras grandilocuentes, altisonantes:
nación, patria, religión, cultura, civilización. Bush inmola a cientos de miles
de personas y destruye ciudades en nombre de la gran nación americana y de la
civilización occidental, y en nombre de la civilización occidental países como
España mandan a sus mercenarios a morir a miles de kilómetros de distancia.
Hace más de
un siglo, Pío Baroja realizó en su novela “Parados, rey” un buen retrato de esa
dinámica colonizadora que se extiende hasta los momentos presentes. La acción
se desarrolla en un país imaginario de África, Uganga.
El ejército colonial francés, bien pertrechado, provisto de artillería y
ametralladoras, en un solo día rompe la resistencia de los salvajes y arrasa la
ciudad y las aldeas vecinas. Con la paz se introduce –según cuentan en la
narración- el modo de vida europeo, empieza la violencia, la
explotación racional del trabajo, la prostitución, los asesinatos y por
supuesto enfermedades desconocidas para los aborígenes, la variolosis,
el alcoholismo, la sífilis, etcétera. El novelista los denomina beneficios de
la civilización occidental. La obra acaba con las palabras del sacerdote
capellán del ejército: “Demos gracias a Dios, hermanos míos, porque la
civilización verdadera, la civilización de la paz y la concordia de Cristo han
entrado definitivamente en el reino de Uganga”.
Pío Baroja
sin duda exagera. Utiliza la ficción para describir, cual Rousseau, una
situación idílica del mundo salvaje. En la realidad no existen Arcadias, pero
¿cómo no reconocer en algunos de los elementos de la novela un relato
fehaciente de lo que ha supuesto la dominación colonial? ¿Cómo no acordarse de
la destrucción de las reducciones de los jesuitas en Paraguay? ¿Cómo no establecer cierto paralelismo con el
lenguaje hipócrita de eso que se autotitula
“comunidad internacional” y que es tan solo la comparsa del imperio?
Hoy, según
parece, tenemos a todos nuestros ejércitos desempeñando labores humanitarias,
misiones de paz, pero curiosamente matan y mueren, al igual que lo hacían en la
época colonial, y, como en la época colonial, son solo los pobres los que
perecen. Téngase la opinión que se tenga de Rodríguez Ibarra hay que
reconocerle una cualidad, que no suele morderse la lengua y termina afirmando aquello
que no cabe en lo políticamente correcto. Hace algunos días, cuando el
fallecimiento en Afganistán de soldados españoles, proclamó una gran verdad:
que a las misiones de paz solo van los pobres. Pero precisamente por eso
levantó todo tipo de protestas de los bien pensantes y de los bien hablantes.
El ejército
español, desde que es profesional, se nutre en su gran mayoría –por no decir en
su totalidad– de las clases bajas, incluso en una proporción muy importante de
emigrantes. En eso nos asemejamos a EEUU cuyas tropas las forman negros y
chicanos El fenómeno, desde luego, no es nuevo y tiene antecedentes en nuestro
propio país. Son múltiples los escritos y artículos de Blasco Ibáñez (“que
vayan todos, pobres y ricos”, “el patriotismo de los capitalistas”, “carne de
pobre”) en los que criticaba la forma en que se movilizaban los soldados que
debían ir a combatir a Cuba. Podían librarse del reclutamiento pagando al
gobierno 1.500 pesetas, es decir, a la guerra solo iban los que eran tan pobres
como para no tener seis mil reales que les librasen de la contienda.
Hoy
realizamos algo parecido los que tenemos “posibles” pagamos impuestos con el
fin de comprar a otros que vayan a combatir en nuestro lugar o en el de
nuestros hijos. Hoy, en el ejército, solo se enrolan los que son
suficientemente pobres para no poder obtener recursos por otros medios. Como
decía aquel torero, “más cornadas da el hambre”. Habría que preguntarse si las
llamadas misiones de paz tendrían la misma aquiescencia oficial si los enrolados
fuesen, por ejemplo, los hijos de los ministros, de los directores de periódico
o de las cadenas de televisión, de los banqueros, de los empresarios, de los
escritores, de los altos cargos.
Hay, sin
embargo, una diferencia con lo que ocurría al final del siglo XIX. Entonces
nadie dudaba, por lo menos en las filas de la izquierda, de que el sistema era
injusto, y se reivindicaba una y otra vez su abolición y la implantación del
servicio militar obligatorio. Hoy, por el contrario,
lo progre parece que es el ejército profesional y se califica de loco al que
propugna lo contrario.