El
Banco de España, las cajas y las autonomías
El
Banco de España ha presentado su informe anual. Lo cierto es que no se sabe por
qué se molestan en hacerlo. Simplemente, podían copiar el del año anterior o el
del anterior del anterior. Siempre dicen lo mismo. Truene o haga sol, estemos
en época de auge o de depresión, sea uno u otro el gobernador, el mayor centro
de ideología neoliberal permanece fiel a
su discurso: el sistema público de pensiones es inviable; los incrementos
salariales, demasiados altos; el gasto público está fuera de control; hay que
liberalizar los mercados, y, por supuesto, abaratar el despido.
El
abaratamiento del despido se reitera en los momentos presentes con mucha
insistencia, al socaire del enorme volumen de paro que está generando la
crisis. No se les debe de ocurrir que en esto último algo han tenido que ver
sus planteamientos. Primero, porque si en España la recesión económica se ha
trasladado rápidamente al mercado laboral y con una intensidad mucho mayor que
en el resto de los países europeos se debe a la desmedida tasa de contratación
temporal que sufre nuestra economía, fruto de las sucesivas reformas laborales
acuñadas bajo la doctrina alumbrada en buena medida por el Banco de España.
Segundo,
porque la crisis económica española hay que atribuirla, al menos en parte, a
las entidades financieras que si no se han contaminado como las extranjeras de
las hipotecas subprime, se ha debido únicamente a que
salían a los mercados internacionales a endeudarse y no a invertir. Los créditos
los concedían en España y en muchas ocasiones de manera poco ortodoxa, como se
está viendo en la actualidad: préstamos a constructoras y a promotoras con la
garantía de bienes valorados ilusoriamente, hipotecas a familias con pocos
ingresos que no podrían hacer frente a ellas en cuanto subiese el tipo de
interés o se extendiese el paro como consecuencia de una peor coyuntura
económica y, en fin, todo tipo de inversiones carentes de viabilidad como el
aeropuerto de Ciudad Real.
Se
ha afirmado reiteradamente que el Banco de España ha sido un modelo de
supervisión. Es posible que en otros países el sistema haya funcionado peor,
pero eso no implica que tengamos que estar contentos con el papel de control
realizado en España, en especial en lo referente a la defensa de los clientes,
objeto de toda clase de abusos y engaños por parte de las entidades
financieras. El Gobierno debería tomar ejemplo de Obama y crear, al igual que
se va a hacer en EEUU, un organismo especializado en este último cometido, ya que
el Banco de España se ha mostrado incompetente para ello.
El
Banco de España, en lugar de hablar de pensiones, del despido y del déficit
fiscal, debería dedicarse a controlar adecuadamente a las entidades
financieras. Ya veremos lo que le acaba costando al contribuyente la actual
juerga. Existe el agravante de que no es la primera vez que la avaricia de los
banqueros y la pasividad del Banco de España han originado un importante
agujero a las arcas públicas. Nuestro país goza de una extensa trayectoria en
este campo.
En
esta ocasión existe, no obstante, una novedad. Otras veces han sido los bancos
los necesitados de salvamento, mientras que las cajas de ahorro, salvo alguna
excepción, se han mantenido al margen de la crisis, desmontando así el tópico
de la excelencia de lo privado sobre lo público. Sin embargo, ahora parece que
son las cajas las que están en la cuerda floja. ¿Tendrá algo que ver el hecho
de que se hayan abandonado en manos de las Autonomías?
Estamos
contemplando la dificultad con la que se desenvuelve la Unión Europea al
carecer de instituciones que puedan controlar y respaldar a las entidades
financieras y cediendo, por tanto, estas funciones en manos de los Estados
nacionales, en muchos casos de una dimensión muy reducida para las corporaciones
bajo su control. En España vamos más allá y queremos que sean las Comunidades
las que tengan la tutela de las cajas. Eso sí, pretendemos que más tarde sea el
Estado el que asuma las pérdidas y el coste de sanearlas. El esquema no cuadra.
No tiene sentido que los gobiernos autonómicos exijan competencias sobre
entidades que actúan más allá de sus límites geográficos, y prestan servicios
en todo el territorio nacional, pero mucho menos que aspiren al mismo tiempo a
que sea el Estado el que las rescate cuando se encuentran contra las cuerdas.